Cuando miro a mi alrededor, el mundo parece ser normal: el cielo azul o tormentoso; el tránsito es habitual.
Quizás algo menor que en épocas normales.
Sin embargo, en mi entorno hay signos de que algo pasa a la humanidad.
Extrañas máscaras cubren nariz y boca de casi todos.
Propio de culturas asiáticas.
Ahí comienzo a ver que el coronavirus existe, la pandemia es verdad. No como niegan algunos trasnochados o politizados o ignorantes o influenciados por la poderosa prensa escrita, radial o televisiva, que casi nunca está desprovista de intereses.
“Nessun dorma” (nadie duerma) repito la magnífica interpretación de un tenor italiano casi todos los días en mi computadora.
Canta al personal de un hospital de Italia (tierra de mis ancestros).
La emoción se ve en cada rostro: en los que escuchan, en los que cantan, una lágrima furtiva escapa de algunos y…rueda por la mejilla.
Canto al personal de salud.
Yo canto a su dedicación, a su sacrificio, a su aguante (a veces) de incomprensiones.
Los aplaudo.
A veces digo que además de aplausos, se debería reconocer su insignificancia económica.
Es histórico. Yo lo sufrí y fui testigo. Claro, hay excepciones.
Canto “Nessun dorma” a todos: médicos, enfermeras, personal de maestranza, de laboratório y administrativo.
Canto un canto de esperanza, un canto al momento en que volvamos a la vida normal, con sus contratiempos, riquezas y pobrezas (ojalá que este evento de ‘casi extinción’ sirva para ablandar corazones, abrir bolsillos, generar solidaridades y afinidades).
Que se acaben las grietas, que el mundo vea que somos mundo y no límites geográficos.
Que los cielos surcados por aviones llevan el virus por doquier y que la vacuna sea de distribución universal para detener el horror.
*El autor es Médico neumonólogo.