Alberto Fernández ha resuelto apostar su presidencia al dudoso resultado de una ecuación mágica: satisfacer la voluntad de Cristina equivale a conformar al conjunto del pueblo argentino.
Si se plebiscitara hoy, esa apuesta perdería en las urnas. Como perdía antes de la última elección, cuando Cristina decidió con sagacidad su repliegue estratégico. ¿El Presidente confía en que dentro de un año puede revertir esa escena de derrota? No necesariamente. Pero está claro que se ha recostado en esa opción porque cree que la principal amenaza para la gobernabilidad es hoy su compañera de fórmula.
La resolución que le dió al amotinamiento policial bonaerense fue la más relevante decisión de alineamiento que tomó el Presidente desde que asumió su mandato. Se autoinfligió una enorme licuación de autoridad política para sofocar una crisis de la vicepresidenta, en su territorio. Una decisión cortoplacista de consecuencias impredecibles. En el poder, la autoridad es el intangible que más se extraña cuando se pierde.
Conviene revisar la secuencia de los hechos. Una protesta policial -a cara descubierta- desbordó toda la cadena de mandos del gobierno bonaerense: los jefes policiales inferiores (y sus interlocutores informales en los municipios), el jefe de policía y el ministerio de Sergio Berni. Escaló rápido y sin obstáculos toda la cadena política: el gobernador Axel Kicillof, la ministra Sabina Frederic, la Jefatura de Gabinete.
Un piquete se instaló en Olivos y desairó el diálogo que ofreció el propio Presidente a través de sus funcionarios más cercanos. El sistema político reaccionó rápido. Rechazó esa manifestación de la protesta por sus riesgosas resonancias institucionales. En tono alfonsinista, el Presidente le pidió luego a los amotinados que “depongan su actitud”. Pero accedió al reclamo salarial y anunció con una pirueta la fuente de financiamiento: la coparticipación de Horacio Rodríguez Larreta.
La trayectoria de los acontecimientos no suena virtuosa: extorsión, concesión, sustracción. Todo en un gravísimo contexto general de emergencia sanitaria en el que las fuerzas de seguridad fueron empoderadas para controlar, sin límites claros, todos los desplazamientos de la ciudadanía.
La policía bonaerense -incluso en el cangrejal horroroso del caso Astudillo Castro- era hasta entonces la mano dura instrumental del gobierno de Kicillof. En términos de Alberto Fernández, ayudaba al repliegue callejero de los argentinos de bien. Hasta la semana pasada, cuando se rebeló el garrote. Se comprende la desesperación movilizadora de Juan Grabois, que el Presidente pidió desactivar. A la hora del primer piquete, los policías le ganaron de mano.
Las consecuencias institucionales de esa implosión desordenada del Estado de excepción todavía están por verse. Cristina advirtió que su territorio está en riesgo. La crisis no la está excluyendo de sus efectos deletéreos. Mandó a arreglar a cualquier costo. A tono con sus antecedentes, se lo hizo abriendo las puertas de un conflicto mayor.
El primero de esos problemas se vió de inmediato. Los gobernadores salieron corriendo a otorgar aumentos salariales a sus policías, sin los refuerzos presupuestarios que obtuvo Kicillof. Para contener el tambaleo territorial de Cristina, Alberto Fernández abrió la paritaria estatal del peor modo. Con el interlocutor más riesgoso y menos indicado. En el escenario menos favorable: el de una presión imprevista y desbordada de sus cauces políticos. Con los números más inciertos, sin piso ni techo de negociación. Con la cascada inmediata más segura: el reclamo del resto de los estatales. Con el método más inquietante para sus socios, detrayendo recursos de los vecinos.
El más preocupado por ese desorden ha de ser el ministro que baraja los números de la crisis, Martín Guzmán. Se apresta a presentar el Presupuesto en un Congreso donde cada gobernador maximiza sus votos propios. Apunta a que esa ley sea su plan de equilibrio (o ajuste) para exhibir ante Kristalina Georgieva. Juan Schiaretti se anticipó al pararse en la otra cabecera de la mesa. Un lugar destinado al susurro inquieto de la siempre intrigante liga de gobernadores.
El segundo de los conflictos es el que abrió Fernández al pisotear los últimos despojos de la tregua política del coronavirus. El ataque a Horacio Rodríguez Larreta le significó enemistarse con sus votantes. Para defender el territorio de Cristina, sacrificó lo que ansiaba acumular en el propio.
Y rompió los puentes con el único sector de la oposición con el cual mantenía un diálogo residual. Le resolvió a sus adversarios un par de inconvenientes. Juntos por el Cambio tiene ahora en la Ciudad de Buenos Aires dos referentes de proyección nacional. Macri y Rodríguez Larreta. Y una posición política más uniforme: el centro se define por la distancia con los Fernández.
Peor todavía que ese cálculo subalterno: consagró la insolvencia de la política del oficialismo para resolver los dilemas de la crisis. Larreta se presentará en la Corte Suprema. Como antes Cristina para que sesione el Senado. Y los diputados opositores para que abran la Cámara de Diputados.
Si todos los conflictos se resuelven según la calle, o se delegan para que los diriman los tribunales, ni la difunta Comisión Beraldi tendrá razones -al cabo de su silencio- para quejarse por la inconveniencia del gobierno de los jueces.