En el preludio del juicio del crimen de Villa Gesell, surgió la figura legal de “homicidio por placer”, que alude a quien mata por el gusto de matar y que prevé una condena de prisión perpetua. Hoy, frente al desarrollo del juicio, me pregunto: ¿podemos matar por placer?
Nuestro cerebro ha evolucionado y nos ha diferenciado del resto de los animales. Lo ha garantizado el desarrollo del lóbulo frontal, que, además de su función ejecutiva, tiene en su haber la tarea de inhibir conductas socialmente no aceptadas. Es el encargado de posponer la acción ante el pensamiento racional, de postergar conductas no adaptativas para el momento y de garantizar, de esta manera, vínculos satisfactorios entre los individuos de la especie.
¿Qué mecanismo hace que, aun registrando que un congénere está sufriendo, que no ofrece resistencia ni implica peligro, los mecanismos inhibitorios no se disparen y el instinto agresivo surja puro, indomable, insaciable?
El genial, algo utópico quizás, filósofo Kant sostenía que era evidente que “un ser dotado de razón no puede querer hacer daño a otro ser de la misma especie”. Pensamiento contradictorio a nuestros días, pero que intentó ordenar un sistema.
Ubicado en un paradigma más biologista, Konrad Lorenz, etólogo suizo, escribió en 1963, “Sobre la agresión”, con la finalidad de explicar la conducta agresiva desde su vertiente heredada del linaje animal. “El comportamiento social del hombre, lejos de estar dictado únicamente por la razón y las tradiciones de su cultura, ha de someterse a todas las leyes que rigen el comportamiento filogenético”, sentencia.
Y resulta que dentro del reino animal la agresión es una respuesta instintiva a la señal de peligro. Un animal percibe un peligro y se prepara para atacar y salvarse. Dentro de este reino, Lorenz acota que prima la agresión interespecífica, es decir, para con otras especies. La agresión intraespecífica en el animal se acota a conductas vinculadas con la protección del territorio, de las hembras y de la cría. Ningún animal ataca “porque sí” a otro de su especie.
A medida que fuimos evolucionando y viviendo en comunidades, se desarrollaron creencias, ideologías, mandatos, tendientes a canalizar los instintos incompatibles con la vida social, como robar, mentir, matar.
La cultura le da un sostén simbólico al instinto puro. Este sostén simbólico hace que, cuando percibo que estoy poniendo en peligro a un semejante en mi cerebro se prenda una alarma que grite “¡pará! ¡Hasta acá llegas!”
Porque la agresión intraespecífica, la que pone en peligro a los de mi misma especie, me pone en peligro a mí también y a mi descendencia y a la especie humana.
Ya en la década de los ‘60, Lorenz alertaba sobre esto: “la agresión dentro de la especie es el más grave de todos los peligros”.
Cuando, a lo largo de nuestra crianza, encontramos un núcleo familiar y un contexto socio-cultural que sujeta, que sostiene con la mirada, que está atento, el instinto agresivo se adhiere a un símbolo y circula, y no agrede, y no mata.
Cuando hay ideales, sueños, metas, un propósito por lo cual luchar que alimentan el respeto al otro, a la humanidad compartida, no agredimos, no matamos porque sí. Valoramos y dignificamos la vida de nuestros semejantes.
Cuando el cerebro sufre el displacer de no disponer de contención, de carecer de un límite que ancle desde el amor, que sujete las emociones, entonces la agresión circula sin tapujos, los controles inhibitorios se ponen laxos y, la vida pierde su valor, y todo es posible, y matar es un galardón más para ofrecerle a este grupo que presencia pasmado y demostrarle cuan macho soy.
El que mata, da señales desde mucho antes. El que mata, no tuvo un sostén en el cual refugiarse ni que leyera esas señales. Entonces mata por (dis)placer. Y no es una contradicción, son las dos caras de una moneda que nos va a costar caro. La agresión entre nosotros es una selección perjudicial. Deberemos cuestionarnos qué valores estamos sosteniendo, qué símbolos estamos ofreciendo y para dónde estamos eligiendo mirar.
* La autora es Magister en Neurociencias. licceciortizm@gmail.com