Uno de los personajes más maltratados por la historia es Juan Galo Lavalle; acabar con la vida de Dorrego tuvo ese precio. Sin embargo, hombres de la altura de Justiniano Carranza comenzaron a reivindicar su figura, quitándole el peso de toda la culpa.
Más allá de esto, el mismo General vivió consternado con su accionar y son muchos los testimonios contemporáneos que describen su arrepentimiento.
Félix Frías, su secretario personal durante años, lo conoció en Montevideo el 11 de junio de 1839. Ese mismo día plasmó en su diario personal entusiastas alabanzas al héroe, sin dejar de mostrarnos al hombre, ya plenamente torturado por su conciencia: “Acabo de tener una conversación con el General Lavalle -escribió Frías- (…) Hablando del pasado me dijo: ¿quién no ha cometido errores? Yo el mayor, uno inmenso que ha traído todas las calamidades de la Patria, pero le protesto a Ud. que sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana; y que este sacrificio me fue tanto más costoso cuanto que yo quería a Dorrego, yo lo quería, y tenía para mí cualidades muy recomendables. Yo lo confieso, yo me arrepiento a la par de mi Patria”.
Tras exiliarse en Montevideo durante algunos años, Lavalle decidió enfrentar a Rosas. Lo hizo acompañado de un puñado de hombres y buenos deseos. Además de Frías destacó la figura de Tomás de Iriarte que dejó apasionantes memorias sobre estos años. Allí hace referencia al magnetismo que su jefe causaba en general, algo así como un caudillo.
Durante las correrías contra el Restaurador y los federales, pasaron por el pueblo de Navarro. Escenario del famoso fusilamiento.
“Lavalle y yo —escribió Iriarte— nos alojamos en la misma habitación en que once años antes había decretado la muerte del desgraciado Dorrego; allí estaba la misma mesa sobre la que escribió la terrible cuanto injusta sentencia”.
Fue una tarde de confesiones entre las que un apenado General comentó: “Me hicieron cometer un crimen: yo era muy joven entonces, no tenía reflexión, y creí de veras que hacía un servicio a la causa pública”.
Horas de lamento por su accionar que concluyó con: “General Iriarte, yo tengo un cáncer que me devora”, no uno real sino mental.
Estaba tan afectado por el recuerdo que rehusaba aplicar correctivos a su tropa, sustentando así la indisciplina. “Él sabía muy bien —escribe Iriarte— que la opinión vulgar que sobre él se tenía era de un hombre cruel y sanguinario: temía que esta opinión hubiese creado una impresión de odio hacia su persona, e interesado en desvanecerla tenía muy de antemano hecho el propósito de no fusilar a nadie (…) a tal grado que hasta los espías de los enemigos quedaban impunes, [mientras sus adversarios] degollaban a cualquiera de los nuestros que caía en sus manos”. Aunque hubo excepciones en las que hizo pasar por armas a algunos contrincantes.
El general deseaba reparar sus actos de alguna manera. Pretendía ayudar económicamente a las hijas de Dorrego, pero la muerte llegó antes.
*La autora es Historiadora.