Hay una tensión central que caracteriza hoy a la política argentina: nadie puede asegurar hasta qué punto aquello que se define de modo genérico como el esquema de gobernabilidad democrática resistirá, sin daños estructurales, el embate del proceso inflacionario sin freno y sus efectos devastadores en la trama social.
Esa tensión es el subsuelo movedizo de todos los que caminan la campaña electoral anticipada. Condiciona no sólo sus opiniones de coyuntura, porque esa incógnita abarca cuestiones clave como el modo de funcionamiento presente del sistema de partidos; su configuración actual, más o menos estable, en dos grandes coaliciones, y su estructura competitiva interna con el régimen electoral vigente.
Es como una nerviosa carrera contra el tiempo: la economía demanda correcciones urgentes, pero la política está condicionada a la promesa de una renovación de expectativas sólo a mediano plazo.
Para entender cómo interactúan esos dos planos -el de la economía descontrolada y el de la política revisando sus estrategias y calendarios como única reacción- convendría revisar el precario mapa de gestión al que se ató el país desde que el Gobierno nacional eligió no tener un plan económico para luego admitir que el Fondo Monetario le diseñara una hoja de ruta.
Kristalina Georgieva, la jefa del FMI, retomó el habla tres meses después del golpe interno de Cristina Kirchner que volteó al exministro Martín Guzmán. ¿Qué dijo? Enunció un concepto casi en términos de representación política y una definición central de índole económica.
Georgieva expresó que la sociedad argentina espera que el Gobierno “se tome en serio la necesidad de controlar la inflación”. Es curioso: la jefa del FMI le subrayó a gobierno argentino una demanda que bien podría escucharse en cualquier rincón de este país, en boca del menos avisado de los ciudadanos de a pie. Un colmo inesperado: el 17 de octubre de Kristalina Georgieva.
También la definición económica de Georgieva merece ser analizada. Ahora más lejos de las teorías multicausales, la jefa del FMI advirtió: cuando la política monetaria pisa el freno, la política fiscal no puede pisar el acelerador. No se puede aumentar el gasto, aunque la sociedad lo pida, si para financiarlo sólo se imprimen billetes sin reservas.
Esta nueva retórica aparece en el contexto de una discusión que atraviesa la relación del gobierno con el FMI. El kirchnerismo sostiene que el acuerdo con el Fondo está caído y Sergio Massa está renegociando sus términos. Es la tesis de Andrés Larroque para justificar, al mismo tiempo, la abstención de Cristina cuando el acuerdo se votó en el Parlamento y el giro pragmático que tuvo que dar cuando volteó a Martín Guzmán sin plan de relevo.
El FMI dice lo contrario: “Nunca pensamos que un programa debe sostenerse con rigidez si cambian las condiciones globales, pero por ahora estamos controlando que los argentinos cumplan lo que ya se firmó”. Georgieva resaltó que Massa está comprometido con ese objetivo y por eso le aprobaron la última revisión.
Massa quedó satisfecho con su ubicación como única coincidencia entre Larroque y Georgieva. Esto se entiende sólo si se mira a trasluz el doble plano constante de la economía en crisis y la salida política imaginable en el plano electoral.
Inflación mata candidato
Massa se imagina como el único candidato presidencial viable del oficialismo en 2023, sólo si logra contener la inflación, aunque sea a la mitad del índice mensual, que hoy orbita alrededor de los siete puntos. Dice tener oculto un plan de estabilización. Por ahora sólo actuó como administrador de la corrida cambiaria que disparó Cristina en julio. Con resultados más bien pobres, si se observa el proceso de devaluación que induce -más que impide- con el desdoblamiento al infinito del tipo de cambio.
Alberto Fernández parece desconfiar del éxito de su ministro. Sólo así se explica la contumacia con la cual insiste con la posibilidad de una reelección. Para Cristina Kirchner el problema es más grave: ya fracasó con la delegación de poder en Alberto, no puede fracasar con el ministerio de Massa. Eso la convertiría en única candidata, pero de un oficialismo en colapso por la inflación. No parece advertirlo la vice. Sus seguidores impulsarán mañana un 17 de octubre, más desdoblado que el dólar, para pedirse a sí mismos un aumento del gasto que ellos mismos deberían ayudar a contener, si no quieren que la crisis les explote.
Como en julio con Guzmán, otra vez el gobierno está bajando alegremente al sótano de sus enconos internos. Subidos a la agitación de las paritarias, también los sindicatos aprovechan para tomar posición preelectoral. Otra corporación clásica del peronismo, la de los caudillos territoriales, tiene la mira puesta en el régimen electoral. Los gobernadores son más drásticos en su diagnóstico: sin candidato presidencial competitivo y con la inflación por las nubes, no sólo hay que despegar las elecciones locales, sino también eliminar las primarias para dividir a la oposición.
Ese desafío excede a Juntos por el Cambio. El regresivo sistema de voto universal y obligatorio para resolver las internas partidarias de pronto aparece como el último umbral de contención para evitar que el sistema en su conjunto se desbarranque en la fragmentación. Que sería el peor de los aportes de la política para una salida ordenada de una crisis económica y social sin solución a la vista.