Dos palabras refulgen hoy en el gris y tormentoso firmamento educativo argentino: Alfabetización y esencial. Vocablos ambos de antiguo cuño, pugnan sin embargo por presentarse como novedosos y esperanzadores ante una sociedad petardeada impunemente por una incesante marea informativa que arrastra sin miramiento alguno, las más despreciables excretas del poder político.
Vienen estas palabras, como ángeles redentores, a rescatar del infierno en que se encuentran, a la lectoescritura y la comprensión de textos.
La una, “alfabetización”, incluida en un plan que involucra a todas las jurisdicciones del país y formalizado en un denominado Compromiso Federal. La segunda, “esencial”, adosada al servicio público educativo, como forma de garantizar su ininterrumpida prestación, está completando su gestación en el Congreso Nacional.
La limitación espacial de una nota periodística impide considerar a estas dos palabras con la extensión y profundidad que conllevan y merecerían, pero hay consideraciones que no pueden obviarse y que, de atenderse convenientemente, pueden evitar futuros desencuentros y desencantos.
Alfabetización, la primera, origina una voltereta extraña al orden preexistente. En éste, hace años, formaba parte del rescate que periódicamente se intentaba con jóvenes y adultos impedidos de cursar la escuela primaria.
Solían titularse “campañas de alfabetización”, eran externas al sistema educativo común, temporarias y su duración estaba sujeta a la disponibilidad de fondos, casi siempre exhausta.
En el sistema en cambio, no se enarbolaba esta palabra con pretensión redentora, simplemente se ponía en práctica como una obligación connatural a su propia existencia.
Es decir, era y es “esencial” al sistema educativo que perdería toda su razón de ser si dejara de hacerlo. La concurrencia de todas las jurisdicciones del país en el compromiso de realizar un programa de alfabetización está certificando de manera inobjetable que no lo han estado haciendo o lo han estado haciendo tan mal que es necesario barajar y dar de nuevo, como vulgarmente se dice.
A confesión de parte, relevo de pruebas y en tal caso será necesario revisar las causas reales del fracaso admitido.
Remediar algunas o mejor aún eliminarlas, podría lograrse con convertir a la cantidad en un periférico de la calidad que es la verdaderamente esencial.
Otra, más instrumental pero de probada eficacia, es siempre destinar al primer grado los maestros con mayor experiencia acumulada en tal función, garantizando el traslado de esa experiencia a las nuevas generaciones docentes en el marco de funcionamiento institucional de la escuela y respetando la libertad didáctica del maestro, inspirada siempre en la pedagogía del afecto y del trabajo.
Tal vez así recuperemos la vigencia de una norma tácita y poética que hace tiempo nos guiaba proponiendo que “cuando comenzaran a florecer los durazneros”, nuestros alumnos de primero ya debían escribir y leer de corrido un texto sencillo y explicar su significado.
La segunda palabra en cuestión por estos tiempos es “esencial”.
Algo tardíamente nuestros legisladores parecen haber advertido que la educación es un “servicio estratégico esencial” y que es necesario formalizarlo en una ley.
Tan pronto se complete su sanción, quedará bien claro para todos los argentinos en general y para los docentes en particular.
“Servicio estratégico esencial.” Conceto absolutamente claro en su vigencia y en las exigencias que se desprenden de su carácter imperativo.
Es de lamentar seriamente la tardanza. Si esto hubiera sido descubierto unas cuantas décadas antes y se hubiese actuado en consecuencia , no deberíamos estar lamentando el estado ruinoso y las deplorables condiciones laborales que deben superarse en numerosas escuelas, los sueldos vergonzantes asignados a los encargados de prestar esos “servicios estratégicos esenciales”, las desigualdades enseñoreadas entre nuestros niños por los niveles de pobreza imperantes, los millones de frustraciones infantiles y juveniles comparados con los millones que se autoadjudican o autoadjudicaron quienes desconocieron ese carácter recientemente descubierto que tiene nuestra educación. Y tantas otras que sería largo de contar.
Saludemos pues esta eventual aunque tardía ley si todo este pasado vergonzante queda atrás y ponemos al país al nivel de otros que han basado en la educación sus metas esenciales.
Pero, si como algunos malpensados sospechan, esta ley no pone sus miras más allá de limitar el derecho a reclamar en el marco de la ley que tiene la docencia, será una nueva decepción, de las muchas que ha debido soportar nuestra sociedad y abrirá las puertas a modalidades de reclamo de efectos impensados y por tanto muy riesgosos.
* El autor es educador.