Pocos conceptos repelen a la narrativa política de Javier Milei como la idea de gradualismo. El Presidente está convencido de que ganó las elecciones y mantiene todavía una alta popularidad porque representa todo lo contrario a lo paulatino. Su legitimación nació del espanto ante un colapso económico profundo; de la diferenciación nítida frente a quienes provocaron esa debacle y contra quienes proponían superarla con cambios incrementales y sucesivos.
Aferrarse a esa idea del shock económico y político le ha redituado a Milei. No hubiese ganado si no sintonizaba con esa sensación de urgencia que primaba en el electorado. Su desafío, una vez en el poder, es de una naturaleza distinta, casi paradojal: sostener la necesidad del ajuste repentino y pedir paciencia para resultados graduales.
El mileísmo es todavía un bloque político en evolución. Fue aluvional en el balotaje, necesita ser estructural en el gobierno. Es una identidad en construcción. Su legitimante explícito es el índice de inflación. El legitimante implícito es la recuperación del ingreso real. No son lo mismo, aunque estén vinculados. La caída de la inflación a niveles admisibles y sostenibles en el tiempo es la demanda social de entrada; la mejoría del salario y el crecimiento del empleo es la demanda de salida.
¿Con qué cuenta Milei para esa identidad en construcción? Con el capital de origen: una mayoría consistente que lo eligió por su contraste con lo establecido. Todavía ese capital originario de Milei es “contraestructural”. La identidad mileísta tiene votos, carece de estructura. Por eso el Gobierno todavía puede sacar rédito narrativo de su peregrinación penitente en el Congreso: será ganancia para el oficialismo si consigue obtener su ley y principio de revelación si se la siguen vetando.
Esa ventaja discursiva tiene un límite: para sostener sus resultados económicos el gobierno necesita normas que los consoliden. Para el oficialismo, de los 2 datos de la economía real que sobresalieron esta semana: el paro de la CGT y los números de la recesión, estos últimos son más riesgosos.
Milei puede decir con validación irrefutable que en cinco meses la oposición ya hizo para el país más huelgas que leyes. Los datos de la recesión económica son más peligrosos para esa narrativa. Si bien es cierto que todo programa antiinflacionario tiende a generar en primera instancia un enfriamiento de la economía, los datos que se conocieron para la industria y la construcción (una caída interanual de la actividad en marzo de 21,2% para las fábricas y del 42,2% para la construcción, seguramente por la paralización de la obra pública) hablan de un costo del ajuste que puede prolongarse en el tiempo.
Es el doloroso gradualismo de la recuperación. Para hacerlo más breve, a Milei le urgen las reformas normativas que de a ratos dice que no necesita, pero sí.
Sujeto, programa, conducción
La oposición que quedó en estado de diáspora tras el triunfo de Milei apuesta a un desgaste gradual. A que el respaldo al ajuste se desfleque con el paso del tiempo. Obstruir el ajuste es demorar la recuperación. Esa brújula a veces desesperada es la que orienta decisiones delirantes, como la adhesión de los senadores nacionales al paro de la CGT. Argumento disparatado para demorar el tratamiento legislativo de la “ley Bases”, más enajenado aun si se recuerda que hace días esos mismos senadores se autoadjudicaron un aumento de dietas en su condición de juez y parte de la paritaria más desequilibrada del país.
La apuesta por el desgaste es esencialmente política, como sinceró Héctor Daer, uno de los referentes cegetistas cuyo protagonismo fue central en la campaña de Sergio Massa, incluso hasta el palco de la derrota. Todo suma, desde la marcha masiva de los universitarios por el presupuesto, hasta el segundo paro general en cinco meses. Una medida que descansó casi exclusivamente en la huelga de los gremios del transporte, cuya situación sectorial es especialmente crítica desde el colapso del sistema de subsidios. Esos que el gobierno anterior llevó a un extremo insostenible, incluyendo su uso como caja negra de la política.
Pero esa apuesta táctica, limitada a la erosión, refleja la identidad perdida del espacio opositor. Es la contracara más funcional al oficialismo: la oposición tiene estructura, se quedó sin votos. Un espacio como el peronismo, que se reivindica genéticamente mayoritario, quedó huérfano de sujeto político. El populismo puede carecer de todo, menos de pueblo.
En esa constatación desagradable deambulan sus principales referentes. Mientras habitaban el espacio del poder administrador esquivaban su propio debate interno subsidiando la demanda agregada de reclamos políticos. Reemplazando la definición de un programa por la simple sumatoria de colectivos identitarios.
En esa clave de diáspora se entiende que ahora Cristina Kirchner se reivindique como clase media aspiracional con meca en Disney y suavice sus simpatías con los discursos de género. Decir que la familia Kirchner no fue más que uno de los tantos “argentinos normales” es la nueva fórmula para cortejar el concepto de época: “gente de bien”.
Algunos observadores como el analista político Mariano D´Arrigo advierten ahí un triple problema. En primer lugar, el peronismo cree tener en claro que su sujeto político actual deberían ser las víctimas del ajuste. Esa intuición choca con la pared del respaldo social a Milei. En segundo término, el peronismo empieza a tamizar demandas para intentar quedarse con las estratégicas, pero se resiste a revisar el programa nostálgico que les propone como solución.
En tercer lugar, el peronismo necesita recomponer un liderazgo. El cristinismo sale a disputar lo tercero, sin responder antes por lo primero. Menos por lo segundo. Lo hace ante la urgencia de un desafío interno en su territorio bonaerense.
Con el rostro al frente de Cristina y sus aliados de esa suerte de gerontocracia de alta gama que es hoy la CGT, la simple apuesta a la erosión caótica del gobierno, sin programa, sin sujeto y sin liderazgo, sólo tiene un beneficiario directo: Javier Milei.