Bajo la lona de su cuartel de campaña, el jefe del ejército, el general Manuel Belgrano, sentía como una herida personal las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma.
Y allí estaba, en su carpa, cuando la voz de su asistente solicitó su permiso.
-”Un arriero quiere verlo, mi general”, le informó.
-”¿Quién es?”, le preguntó Belgrano.
-”Dice que se llama José Clemente Sarmiento, mi General”.
Belgrano salió de su carpa y observó a un arriero que traía como humilde ofrenda, una recua de mulas.
-”Son para sus soldados, mi General. Se las traigo desde San Juan”.
Belgrano sintió que la emoción le hacía temblar la voz.
-”Gracias, paisano”.
No pasó mucho tiempo y ese arriero José Clemente Sarmiento dejaba el arreo de mulas para vestir, orgullosamente, el uniforme del ejército de José de San Martín.
Mientras tanto, en San Juan, la mujer del arriero, doña Paula Albarracín, trabajaba incansablemente.
Silenciosa y humilde, tejiendo sin pausas, pudo ayudar a construir la humilde casa donde vivía.
Era una casona baja, de anchos muros y soleado patio, por donde corrían cuatro hijas mujeres y un solo varón que se llamaba Domingo Faustino Sarmiento y sería un futuro presidente de la República. Había nacido el 15 de febrero de 1811.
El chico, con sus ojos vivaces, se miraba en la imagen de su progenitor. Su padre, representaba el alma viva de las luchas por la independencia.
El niño Domingo Faustino lo admiraba, por los galones dorados, por el sable brillante de oficial granadero del General San Martín.
Ahora avancemos 130 años en el tiempo.
30 de junio de 1943. En la República de Panamá se reúnen los Ministros de Educación de prácticamente todos los países de América... Se decidió que los 11 de septiembre de cada año se celebrase el Día Panamericano del Maestro.
Porque un 11 de septiembre había fallecido un gran argentino. Y ese era el homenaje de un continente a la figura de Domingo Faustino Sarmiento.
Que fue político, militar, maestro, periodista, senador, Presidente de la República, y también un gran escritor.
Fundó el Colegio Militar de la Nación y el Observatorio Astronómico de Córdoba, que fue el primero en Sudamérica.
Como presidente, repetía:
-¡Hay que hacer una Nación!
Sarmiento tenía treinta y siete años cuando se casó con una viuda, que a su vez era ya madre de un varón que sería el Dominguito de los sueños de Sarmiento.
Que se encariñó totalmente con él y le dio su apellido.
Y con este hijo adoptivo llegaron juntas la luz y las sombras. Porque dieciocho años después, en la batalla de Curupaitÿ, moría Dominguito.
Y la muerte de un ser muy querido no mata, pero marca.
Sarmiento, con cincuenta y cinco años cumplidos –viviría hasta los setenta y siete años- jamás pudo superar este dolor.
Y aunque dos años después asumía la Presidencia de su país, esa herida que no se notaba, pero que no se borraba, le seguía doliendo.
Dos años antes de morir escribió otro libro: “La Vida de Dominguito”.
Aquí estaba el hombre tierno, sensible al que no le avergonzaba aceptar sus defectos. Le avergonzaba tenerlos...
Cuando a los sesenta y cuatro años dejó la Presidencia, fue designado Director de Escuelas de la Pcia. de Buenos Aires.
Y dijo al asumir este cargo:
-¡Gracias!, me han ascendido de Presidente de la Republica a Educador... Y a este argentino acertado o equivocado, según la apreciación de cada uno, nadie podría negarle que luchó por ideales.
Fue un ejemplo de dignidad. Porque todos pueden seguir la corriente. Pero, pocos pueden enfrentarla.
Y un aforismo final para esta personalidad tan especial.
“La dignidad dificulta el camino. Pero el digno no aceptaría otro”.
* El autor es escritor.