“Le diré quiero ser libre,
llévame por favor
¿Qué se puede hacer cuando las estrellas caen?”
Charly García [u1]
Cuando el sol quema es mejor quedarse en casa. Así como Charly García cantó que iba de la cama al living, sobrevivo a lo tórrido de febrero yendo de los libros al televisor.
Soy feliz leyendo, escribiendo o mirando películas. Quisiera compartir alguna actividad con mi hijo adolescente en estas vacaciones hogareñas.
Ver películas no, eh –dice mi hijo-. Son largas.
Y al mirar mi expresión agrega: pero sí podemos ver series.
Empezó la polémica: ni mi hijo ni sus amigas y amigos disfrutan mirar películas. Prefieren los relatos rápidos y la atención fluctuante de la navegación por Internet. Pero quién los entiende, insistí: les gustan historias que duran diez o quince horas.
¿Qué se puede hacer salvo ver películas?, tituló Charly García a uno de sus grandes discos.
Seguir una serie, respondería mi hijo.
Discutimos: no es verdad que sólo estén de moda los microrrelatos, los tweets de 140 caracteres. De hecho, argumentó mi hijo, puede pasarse cuatro, cinco horas jugando en la computadora. Están de moda los macrorrelatos. La gente sigue con muchísima atención las sagas de Star Wars, con seis largometrajes y más de diez series que relatan historias laterales de personajes secundarios, o la de alguno de los planetas en donde se desenvuelve lo troncal del asunto.
–¿Ves?,–insistió-: Puedo prestar atención a las cosas que me interesan durante más horas que vos con tus libros o tus películas de dos horas. Paso más tiempo en mi computadora que vos recorriendo un museo.
Hay grandes sagas: las plataformas de streaming nos llenaron de series con todas las temáticas y duraciones. Nuestros amigos y amigas dicen “me quedé maratoneando”, o sea pasando muchas horas ante el televisor, viendo un capítulo tras otro. ¿Por qué siguen esas historias larguísimas y no toleran una novela o una película? ¿Acaso porque las series son más fáciles, requieren de nuestra pasividad más que de otra virtud? ¿Acaso una buena película tiene complejidades, requiere más de nosotros, y no lo vivimos como una distracción sino como un trabajo que atenta contra la pereza?
El suizo Christophe Clavé, autor de “Los caminos de la estrategia” habló del efecto Flynn en homenaje a un investigador neozelandés, quien descubrió que en los tests de inteligencia de más de dos docenas de países las puntuaciones se incrementaban a razón de 0.3 puntos por decenio. Entre 1938 y 2008, el coeficiente intelectual de las personas de los países analizados no dejó de subir década tras década… hasta 2008. Hace más de una década que el nivel de inteligencia medido disminuyó en aquellos países donde se practicaron mediciones. Hay quien sostiene que la baja de inteligencia tiene que ver con el empobrecimiento del lenguaje. Cada vez hay un repertorio menor de palabras que se utilizan; las sutilezas lingüísticas, llave de un pensamiento complejo están desapareciendo. ¿Cuál es el capital léxico medio? ¿Es verdad que se usan menos palabras que antes, cuál es el promedio de palabras que se utilizan en una conversación, o en una canción popular?
Antes decíamos te quiero, dice mi hijo, riéndose: ahora mandamos un emoji.
Quienes le prestamos atención al lenguaje observamos que desaparece la variedad verbal (el modo subjuntivo, los tiempos compuestos, las formas del futuro, el uso de participios) y que la práctica se va reduciendo, casi en exclusiva, al presente. Esto tiene duras consecuencias en el pensamiento: no se trata sólo de hablar en presente… sino de vivir en presente, cada vez menos capaces de proyectarnos en el tiempo, de explicarnos el pasado o imaginar nuestro futuro. Los tutoriales sencillos; la tendencia a eliminar mayúsculas y signos de puntuación tienen consecuencias en la capacidad de procesar no sólo el lenguaje, sino el pensamiento. Está muy bien vivir el presente, consumir textos breves, series largas y digeridas. El problema es que el lenguaje no sólo configura una manera de expresarnos, sino que sirve para desarrollar nuestras habilidades mentales. La incapacidad de decir lo que sentimos, de explicar lo que queremos, de fundamentar lo que nos pasa desembocaría en este florecimiento de los discursos violentos, una válvula física de escape para lo que no se puede poner en palabras. Debemos repensar la educación: no solo la institucional, sino la familiar. Que los chicos no lean no es sólo responsabilidad de la escuela. La escasez argumentativa recorre el quehacer mediático: diarios, revistas, noticieros se expresan con palabras sencillas y frases pobres. Y que la rabia se convierta en acto quizás vaya de la mano por este tobogán donde descienden nuestras herramientas para comprender, transmitir el mundo y sus circunstancias.
Negocié con mi hijo: miraremos una serie. Pero también leeremos una novela entre los dos.
* La autora es Escritora y docente en Literatura Infantil y Juvenil.