¿Desregulación provincial?

Lo grave es la indiferencia provincial de todo el país para desregular. Se nos pasará nuevamente el tren, si no aprovechamos la peripecia rara (primera vez en cincuenta años) de aprobación de la gente, para quitarnos tanto impedimento y apostar a la libertad. La regulación impeditiva de creación de riqueza, matando la formación de capital, anula el ahorro. Eso desestimula la demanda de trabajo. No habrá crecimiento con tanto impedimento.

¿Desregulación provincial?
Paseo por el piedemonte mendocino. Vista desde el cerro Bayo | Foto: Nicolás García.

La batalla cultural proclamada nacionalmente contra la exacerbación del estatismo, también debe darse en las provincias. Aunque adhieran a la propuesta nacional, no tienen un ministerio de la “hojarasca”, para esterilizar las abundantes normativas provinciales y municipales, impeditivas del crecimiento.

El ejemplo por antonomasia de la regulación de alta densidad -abarcativo de 200.000 Hectáreas del piedemonte- es Mendoza. Leyes y ordenanzas sofocan la sostenibilidad ambiental, frenando emprendimientos, arguyendo proteger el ambiente y calidad de vida, prohibiendo y restringiendo.

La maraña inhibitoria de textos canónicos contra la acción humana en el secano, interpone habilitaciones y salvoconductos ante organismos supernumerarios, empantanando hasta las iniciativas sanas. Los emprendimientos, en lugar de nacer de los emprendedores, prosperan desde el amparo del habilitante a empresarios aliados.

Estas normativas aplican la ley de loteos a los fraccionamientos, consolidando un “status quo” más propio de la ciudad que del campo; inadecuada aplicación al área del “secano”, territorio de identidad distinta y hasta contraria.

Las redacciones de las aludidas legislaciones instituyen textos barrocos, usando terminología ambivalente indistintamente (por ejemplo, entreverar “sustentabilidad” con “sostenibilidad”), favoreciendo la aplicación predominante de lo sustentable por sobre lo sostenible. Cuando debería preferirse la última, no simplemente la cautelosa sustentabilidad.

Plantar vegetales compatibles con lo nativo (vid, por ejemplo), mientras no sean hegemónicos por invasivos, promueve la abundancia vegetal. Exuberancias que respaldan un ambiente ecológico, emulando el ciclo natural de evaporación y lluvia, lo que expulsa la desertificación.

También admitiendo la libertad de construir bodegas e infraestructura complementaria. Consagrar intangible el 80 por ciento de la flora nativa es indiferente al progreso humano; comodón, mezquino y empobrecedor.

Y aquí llegamos a la distinción necesaria, para saber cuál es el límite que separa la regulación genuina de la empobrecedora.

En la última ley de piedemonte y ordenanzas concordantes, hay redacciones reprochables de por sí. Ya que, infringiendo la “técnica legislativa”, mezclan los fundamentos con su texto dispositivo; incurren en una herejía legisladora superdañina, amplificando la ambigüedad que potencia la arbitrariedad del funcionario de turno.

No diferenciar sostenibilidad de sustentabilidad es el mejor procedimiento para estropear el objetivo ecologista enriquecedor. Porque sustentable sería resguardar la naturaleza, mientras que sostenible es sumarle a la preservación, “un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano, para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras” (Art. 41 C.N.). O sea, desarrollo, bienestar, progreso que -además de protección- sume prosperidad y crecimiento sostenible en el tiempo. Sustentable es “no tocar” la flora nativa, pero sostenible es agregar flora compatible con la nativa, sumándole al ambiente efectos humedecedores; induciendo la réplica del ciclo vital de riego, evaporación, nubes, lluvias y acrecentamiento vegetal y animal; flora y fauna, agradecidas.

Hay zonas enteras que incorporaron la tecnología creadora de energía (eólica, solar, etc.) de bajo impacto, luchando simultánea y eficientemente contra la desertificación. Hace cincuenta años Israel inventó el riego por goteo y aspersión, aquí todavía hoy implementado en un diez por ciento.

La meta debe ser sustituir energía fósil contaminante y regar sosteniblemente sin excluir el uso prioritario humano.

Hoy rigen normativas retóricas de protección del ambiente, que parecen navegar anfibiamente, pero que se hunden en la exaltación de la sustentabilidad, acentuando sólo lo “protector”. Su mecanismo se apoya en instrumentar obstáculos, interminables trámites ante organismos sobrepuestos, que frenan el progreso; indiferentes al adelanto tecnológico y al derecho a la expansión humana y su prosperidad. Han invertido el consabido lema constitucional liberal: “Todo está permitido, menos lo prohibido”. En cambio proclaman: “Sólo está permitido lo que no está prohibido”. Sofocante inconstitucionalidad.

Las provincias –acompasadamente con la Nación– deberán revertir sus Estados preponderantes que plasman regulaciones mediante textos intolerantes de pura sustentabilidad, si no quieren fomentar el corporativismo imperante. Los gobernadores provinciales deberán limpiar ese “pensamiento único” –generalmente inconsciente– detentado por las capas intermedias de los escritorios gubernamentales, que son las que deciden la vida de la población común. Excepto cuando pactan con empresarios elegidos.

Lo grave es la indiferencia provincial de todo el país para desregular. Se nos pasará nuevamente el tren, si no aprovechamos la peripecia rara (primera vez en cincuenta años) de aprobación de la gente, el singular acompañamiento de la sociedad, para quitarnos tanto impedimento y apostar a la libertad. Cantaremos desconsoladamente: “Lo nuestro duró lo que duran dos cubos de hielo en un “whisky on de rock””. La regulación impeditiva de creación de riqueza, matando la formación de capital, anula el ahorro. Eso desestimula la demanda de trabajo. No habrá crecimiento con tanto impedimento.

El ambientalismo exaltado cree, como acto de fe, que el cambio climático es de pura responsabilidad humana. Y que “sería preferible que el ser humano desapareciera de la faz de la tierra”.

Esto último -aunque emperifollada de solidaridad obligatoria- es una tenebrosa ironía invitándonos al suicidio colectivo.

* El autor es abogado.

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