Al peronista clásico le gusta mucho el concepto de “unidad nacional”. A Alberto Fernández también. Su temperamento ideológico es más conservador o liberal que progresista, por eso su paso por el cavallismo y no por el Frepaso. Sin embargo, luego, los azares del destino lo condujeron hacia el kirchnerismo y a sobreactuar progresismo de la boca para afuera. Pero de ser por él, sería un peroncho de la unidad nacional y no del “lo’ vamo’ a reventá’” nestorista o del “vamos por todo” cristinista.
Un día más cercano, otro azar del destino le dio la oportunidad de ser el baluarte de esa unidad y le encantó, se lo veía contento, se lo veía él. Eso fue con el inicio de la pandemia cuando convocó a los gobiernos provinciales opositores a sentarse a su diestra. Dejó de estar enojado con el mundo y en particular con los que le recordaban sus muchas contradicciones. Aumentó de manera fenomenal su imagen incluso entre los que jamás lo hubieran votado. Pudo encontrar su lugar en el mundo sin siquiera tener necesidad de enfrentar a Cristina; bastaba con animarse a resistir sus embates, que -como era previsible- se multiplicaron cuando le vio sacar la cabeza al Alberto por sí solo. Sin embargo, a pesar del nuevo poder que crecía a la sombra de su espectacular prestigio, parece que el presidente no pudo resistir. Cristina necesitaba para ganar las elecciones a un peronista que alguna vez la hubiera enfrentado en serio, pero para gobernar prefiere un Parrilli y en eso intenta transformar al Alberto.
Esto es un dato de la realidad, ni bueno ni malo. Cristina está asumiendo por entero el mando que -aunque quizá no formalmente- realmente es todo de ella. Así, la pandemia, que era la posibilidad del Alberto de liberarse -aunque sea un poco- de su Gran Hermana orwelliana, va concluyendo con una mayor sujeción de él y una mayor expansión del poder de ella, política, doctrinaria, jurídicamente y en cargos.
La lucha contra la impunidad la está ganando poniendo gente suya en toda la justicia y con la estrategia de fuego contra fuego: por cada denuncia de corrupción a su gobierno ella responde con otra denuncia de corrupción al gobierno de Macri. Sabe que las pruebas en contra suya son tan concluyentes que no hay posibilidad de limpiarse, pero sí de ensuciar a todos al mismo nivel, con razones o sin razones. Lo mismo da. Si quedan en el mismo lodo todos embarrados, todos serán culpables en general, por lo que no habrá ningún culpable en particular. Y_lo está logrando.
En esa lucha a todo o nada, a matar o morir con que Cristina impregnó toda la gestión del gobierno, el Alberto es poco lo que puede hacer; quizá la de ser un árbitro entre Cristina y los otros, pero hasta allí nomás porque para ser árbitro se necesita que los jugadores te obedezcan. Y Maradona Cristina no obedece a nadie. Otro hecho, ni bueno ni malo. Manda el que manda y obedece el que no puede mandar.
El reciente intento de una nacionalización en nombre de la soberanía alimentaria (?¡) se inscribe de lleno en el estilo y la estrategia cristinistas. Una nacionalización altamente simbólica porque indica la continuación de la guerra contra el campo. En vez de aliarse con la burguesía nacional agroexportadora, el Estado la expropia. Una antigualla que solo logra que queden más multinacionales en el sector y menos empresas nacionales. Lo contrario del relato.
Además, un Estado que no puede proveer ni testeos, difícilmente pueda administrar granos de exportación, pero aunque eso esté por verse estamos ante lo mismo que se hizo con las empresas privatizadas de servicios públicos, con aerolíneas, con YPF: pagar por las empresas expropiadas mucho más de lo que valen.
Es notable que Alberto le niegue 1000 millones de dólares a Mendoza para una obra pagada con plata provincial aunque de interés nacional como es Portezuelo, pero acepte por presión cristinista ponerle 1300 millones de dólares (para empezar) a los acreedores de Vicentin, en una actividad que nada tiene que ver con las actividades indelegables del Estado, ni con el Estado.
Habiendo ascendido demasiado pronto a las ligas mayores de la política nacional, la delegada de Cristina, la prometedora joven mendocina Anabel Fernández Sagasti se sentó junto a Alberto y le dio las gracias por participar en la estatización organizada por la Cámpora. A_partir del sincericidio de Anabel, el Alberto no hizo más que decir que la idea fue solo suya, “la expropiación es mía, mía”, reiteró. Aunque nadie se lo crea. Mientras que el “señor presidente, gracias por la participación” anabeliano, es del todo creíble.
El esquema estatizador néstorista cristinista es siempre igual: se expropia bajo banderas de soberanía, a fin de liberar a las empresas del capitalista corrupto y extranjero (o nacional, si no es un capitalista amigo K) para pasarlas al Estado que por definición es bueno. Pero para ello terminan pagando 3 o 4 veces lo que hubiera costado comprar o crear una empresa similar aunque nueva y saneada, no una quebrada. Lo cierto es que con estas expropiaciones el capitalista “explotador” es el primero y quizá el único gran beneficiado. Una nacionalización a favor de los dueños de las empresas nacionalizadas. O de sus acreedores.
Esta defensa del capital en nombre de su combate no solo la hacen por malos negociadores -que por cierto lo son y mucho- sino también por una cuestión psico-ideológica:_para producir el efecto revolucionario de la expropiación efectista y visual ante su público, en vez de una negociación serena y reservada que no produce mística pero cuesta infinitamente más barata.
Néstor le tiró en la cara 10.000 millones al FMI para poder insultarlo, cuando podría haberlo insultado igual sin pagar cash esa colosal suma, pero entonces se hubiera quedado sin la imagen de liberador antiimperial Pagan carísimo el simular ser revolucionarios para su hinchada.
En el caso de Vicentin, además, subyace el ideologismo madre del kirchnerismo: el Estado tiene que luchar contra su principal enemigo, la oligarquía agropecuaria que es para ellos la peor de todas, cuando debería ser su principal aliada. Estamos ante el gran malentendido histórico conceptual que fue el bautismo de fuego del cristinismo y que la jugada de esta semana pretende recuperar para que Cristina y sus camporitas conduzcan en todo lo estructural a la república, banalizando la figura de Alberto que no piensa, ni nunca pensó, igual. Un plan que no hicieron las izquierdas latinoamericanas como la uruguaya del Pepe Mujica o la brasilera de Lula, quienes se aliaron con el campo -el sector de más alta productividad- en vez de combatirlo. Acá, en cambio, se decide seguir jugando a la guerrilla antioligárquica. Una locura por donde se la mire. Antigua, ineficaz, onerosísima. Negocio redondo, para el capitalismo que se dice combatir. El Alberto lo sabe, por eso está tratando de retroceder, pero Cristina conduce un auto con cambio automático y sin marcha atrás.