Mientras Sergio Massa anda negociando con el FMI el programa de ajuste más duro de los últimos 20 años al que ni siquiera “la derecha” se atrevió. Mientras Alberto Fernández anda inaugurando computadoras por todo el país oficiando de segundo del ministro de Ciencia y Tecnología, Daniel Filmus. Mientras Pablito Moyano y Baradel visitan la embajada de los Estados Unidos alabando el carácter peronista del embajador yanqui. Mientras el pueblo llano no puede pensar en otra cosa que en cómo llegar a fin de mes por culpa de las políticas horribles de los últimos años. En fin, mientras pasa todo eso, el escenario político entero es ocupado por las disquisiciones de Cristina, que desde que se inició el juicio en el que ella está implicada, y mucho más desde que sufrió el criminal atentado en su contra, no deja de delinear cada semana una estrategia política diferente a ver cómo -convirtiéndose en el ombligo de la Argentina- logra zafar de tal juicio.
Inmediatamente después del intento de magnicidio, inauguró la semana del odio, vale decir la de echarle la culpa del atentado (culpabilidad intelectual o directa según qué kirchnerista hablara) a la oposición política, a la justicia encabezada por Luciani y al periodismo no oficialista. Allí lanzó su primera propuesta de “unidad nacional”a través de un testaferro: ofrecer paz social a cambio de parar el juicio.
Esperaba que si lograba acusar a los otros de ser los causantes del odio, el clamor popular acabaría con el juicio y la haría crecer en popularidad. Pero pasó todo lo contrario: lo único que logró es incrementar a niveles inimaginables la creencia popular de un atentado armado por los suyos.
Al fallarle la primera estrategia, comenzó una segunda tentativa: la de su santificación. Cambió los feriados y las movilizaciones partidarias contra el odio por una misa partidaria en pos de su beatificación. Intentó sustituir la alusión al odio por la alusión al miedo. Que además de tenerle miedo a Dios también hay que tenérselo un poquito a ella. Para eso convocó al Senado un par de docenas de curas que en vez de venerar a Dios -como debería corresponderles- veneran a un ser humano como Cristina en un vergonzoso culto a la personalidad que el kirchnerismo hizo renacer de mil formas.
Sin embargo, en esa reunión de cristianos por el cristinismo lanzó su tercera estrategia post-atentado, esta vez algo más sofisticada políticamente: la de reconstruir el acuerdo social nacido en 1983 donde la sociedad en democracia buscó eliminar la violencia en el debate político, roto -según ella- al ocurrir su intento de asesinato.
Pero Cristina otra vez parte de un supuesto equivocado: el de que acá se ejerció la violencia política contra ella como si estuviéramos volviendo a los años 70, lo cual no parece ser cierto. Como no fue cierto que el juicio produjera el atentado. Acá no renació la violencia política aunque varios de los adeptos de Cristina reivindican a una de las máximas expresiones de la violencia política de los 70, los Montoneros, cuyos jefes sobrevivientes cada vez tienen más presencia pública.
Hasta ahora, según todas las evidencias, lo único que tenemos es la violencia generada por el lumpenaje y la marginalidad, productos de esa mezcla explosiva propia de este siglo en la Argentina: la pobreza estructural y el clientelismo. Que no han generado violencia política pero sí odio y bronca hacia los políticos. Y, por debajo, una grave violencia social que altera la convivencia pacífica de los ciudadanos amenazados por una inseguridad creciente.
Tiene razón Cristina en que al iniciarse la democracia se firmó de hecho un pacto de convivencia para erradicar definitivamente la violencia política. Y luego se firmó, otra vez de hecho, el pacto democrático entre oficialismo y oposición que al detener el golpe de Estado de Aldo Rico acabó definitivamente con todos los golpes. Y en los 90 se firmó el pacto constitucional entre Menem y Alfonsín O sea, que con sus más y con sus menos el diálogo y el acuerdo que añora Cristina, en los 80 y en los 90 fue posible. Pero ahora está roto. Y no por el atentado ni por el juicio como piensa ella, sino desde mucho antes. Es producto de un clima de época que queda claro quienes lo instalaron, ya que no existía antes del advenimiento del actual régimen político. Hoy la Argentina es políticamente inviable para consensuar cualquier cosa por este grado de división conceptual que nos impide siquiera encontrar un mínimo común denominador, ni siquiera la república, ni siquiera la democracia (unos no consideran a los otros democráticos).
Con los Kirchner, pero sobre todo a partir de la guerra contra el campo, contra los medios y contra la justicia, desde 2008 en adelante, se hicieron renacer divisiones casi olvidadas como la de peronismo-antiperonismo. Donde algunos quieren volver al 45 y otros al 55. Un peronismo que recupera lo peor de los 40/50 y de los 70 considerando enemigo al adversario político como en aquel entonces y que ve al liberalismo como la antipatria. Y en reacción a ese peronismo que rescata lo más agresivo de sí mismo, se empieza a reconstituir también el antiperonismo. El que identifica al kirchnerismo con todo el peronismo, como el kirchnerismo identifica a todo adversario con el enemigo.
Ese retroceso es la principal característica política de la Argentina del siglo XXI, la Argentina populista, la del regreso a un pasado que, es cierto, nunca podremos enterrar definitivamente -ni el del 45 ni el del 55- pero que para que no nos haga la vida insoportable con sus eternos retornos, debemos licuar mediante síntesis positivas, conciliaciones históricas y dejando de utilizar ese pasado para nuestras luchas presentes. El pasado sirve para aprender, no para usarse de él.
Por eso, antes de hablar de recuperar el diálogo insinuando que el otro es el culpable del odio y que Cristina es la nueva expresión de Gandhi, hay que deconstruir este clima basado en excéntricas y delirantes ideologías como las de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (el matrimonio que cree que hay que reemplazar al republicanismo por el populismo, al consenso por el conflicto y al pluralismo por la hegemonía).
Con su inspiración en lo peor de los años 40/50 y los 70, el peronismo del siglo XXI, o sea el kirchnerismo (no hay ningún otro peronismo en el presente, lo que quedan son restos casi inexistentes de épocas anteriores que difícilmente volverán) devino un fenómeno político que intentó llevar la República democrática a niveles antes impensados de conflictos.
Empecemos, entonces, por eliminar ese clima para poder dialogar en serio. Pero eso, aún siendo en parte responsabilidad de todos, es responsabilidad primera de quienes lo crearon, que además hoy están conduciendo la Nación aunque su principal conductora no se quiera hacer cargo.
Volvamos al espíritu del 83 -como dijo Cristina- pero para eso, primero y esencial es mirar la viga en el ojo propio antes que la paja en el ojo ajeno.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar