De eso no se habla: la legitimidad democrática

Con razonable sentido común se esperaba que los pueblos no elegirían a su propio déspota, pero desde la fábula de Esopo sobre las ranas sabemos que eso también puede suceder

De eso no se habla: la legitimidad democrática

Uno de los problemas centrales de la ciencia política es la forma correcta de gobernar una comunidad y los títulos o condiciones que se deben poseer para hacerlo. Se conoce como legitimidad. Los antiguos tenían un criterio muy sencillo para determinarlo. Si el ejercicio del poder coincidía con el bien de la ciudad o del Estado, era un gobierno legítimo. Así, era posible que un tirano que conquistó el poder con crímenes y crueldad se convirtiera en un rey prudente y benévolo si sabía gobernar para la felicidad de sus conciudadanos. O que una democracia de ciudadanos derivara en un gobierno de demagogos, que, como se sabe, eran los que preparaban el camino a los tiranos.

Pero este criterio tenía dos problemas importantes: primero, había que esperar a que el gobierno estuviera en funciones para saber si era legítimo; segundo, podía suceder que a cada ciudadano su desempeño le mereciera un juicio diferente. Cada uno habla de la feria según le va en ella.

Frente a esto, primero los liberales y después los demócratas, más urgidos por el tiempo y más exigentes con sus gobernantes, decidieron poner el principio legitimante en el origen del poder: sería legítimo aquel gobernante que reuniera los requisitos legales previamente establecidos para tal fin. Por un lado se identificaba el principio de legitimidad con el de legalidad. Por el otro se cambiaba la legitimidad de ejercicio por la legitimidad de origen, aunque no del todo: la periodicidad de los cargos permitía cambiar al gobernante por mal desempeño.

Era un criterio no tan bueno como el anterior, pero más práctico. Podía suceder que un candidato o un partido cumplieran todos los requisitos para ser gobierno y ganaran las elecciones, pero estuvieran animados por intereses particulares, diversos o contrarios a la comunidad política. O que ya en el gobierno comenzaran a vulnerar esas reglas de juego que les habían permitido conquistar el poder. Con razonable sentido común se esperaba que los pueblos no elegirían a su propio déspota, pero desde la fábula de Esopo sobre las ranas sabemos que eso también puede suceder.

En temas políticos ningún sistema es invulnerable o infalible. Los tiempos han cambiado pero esto sigue igual. Desde que Cristina Fernández anunciara la fórmula electoral para competir en las elecciones presidenciales de 2019 surgió la sospecha de que se trataba de una maniobra que buscaba desdoblar poder real y legitimación electoral. Poner un títere para gobernar en la sombra. Adicionalmente, no era un proyecto político propiamente dicho, sino un plan de toma y conservación del poder: el único recurso eficaz al que podía apelar la expresidente como autodefensa ante el procesamiento judicial.

Se trata entonces de una doble vulneración del principio de representatividad sobre el que se sustenta nuestro sistema político: 1. no a gobierna el candidato votado para tal fin; 2. el interés público y el bien común son subordinados a un interés particular.

Desde entonces muchos analistas y comentadores de la realidad política con pretensiones de ecuanimidad y objetividad se empeñan en discernir si Alberto es diferente, si tiene un plan de gobierno propio, si hay fricciones o discrepancias entre él y Cristina, si él pretende gobernar y ella le obstaculiza las decisiones, si está en condiciones de independizarse de quien lo puso en el poder, etc.

Desde entonces, también, todo ha ido confirmando aquellas sospechas iniciales. Este tipo de especulaciones es cada vez más ocioso y también más cuestionable desde el punto de vista de la responsabilidad cívica y profesional, porque suponen una complicidad en el sostenimiento de la ficción engañosa del poder.

El asunto es lo suficientemente grave como para evaluar la solidez de los principios sobre los que se basa nuestro sistema político. Es un aspecto del Gobierno actual que muchos se resisten a ver, porque probablemente los llevaría a la ruptura y a la franca oposición. ¿Estamos en condiciones de afrontar la dura verdad, de desenmascarar de una vez por todas un atentado inédito por su gravedad a la legitimidad democrática?

Mientras los opinólogos hacen exaltada profesión de fe en el sistema democrático y se desgañitan contra los comentarios supuestamente desestabilizadores del expresidente Duhalde o las violaciones al reglamento de sesiones del Congreso, se desarrolla una vasta y profunda -a la vez que insuficientemente advertida- operación contra la democracia.

Las élites dirigentes (no sólo políticas) que deliberadamente disimulan esta operación en curso demuestran de ese modo el verdadero compromiso que poseen con las instituciones vigentes.

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