Marx y Engels daban inicio al Manifiesto Comunista (1848), con una imagen poderosa y sugerente. “Un espectro se cierne sobre Europa -escribían-: el espectro del comunismo”. Podríamos parafrasear a los autores de tan influyente texto y decir “un espectro se cierne sobre la Argentina: el espectro del peronismo”. Porque eso es lo que parece jugarse en la escena política en estos tiempos: la pervivencia de un fantasma, de una presencia espectral cuyos contornos reales resulta difícil de precisar. ¿Un fantasma que es meramente el rastro de un muerto, o un espectro que anuncia el retorno, la resurrección del peronismo? La figura de Cristina Kirchner, que se niega a dejar la centralidad, es en gran medida la clave para intentar solucionar este dilema. Desde dentro del movimiento, por supuesto, pero también desde afuera. Propios y extraños están pendientes de su destino como señal del destino del peronismo. Pero lo que complica la cuestión es lo que parece ser un intento, desde la vereda opuesta al populismo peronista-kirchnerista, de apropiarse, al menos simbólicamente, de esa realidad que aparece con contornos fantasmáticos.
Para entender esta aparente paradoja conviene hacer un poco de historia reciente. Es indudable que de la crisis política y social del 2001 surgió un fenómeno inesperado para la gran mayoría: el kirchnerismo. Como en una suerte de ejercicio de vampirismo, el kirchnerismo llegó al poder con lo justo y se dedicó a apropiarse de la estructura política peronista y, en simultáneo, de todo el escenario político argentino, en un doble movimiento inicialmente exitoso. El copamiento del peronismo lo hizo, básicamente, en dos frentes. Por un lado, logró cooptar la estructura de poder del conurbano, heredada de Menem y sobre todo de Duhalde, mediante un sistema de concesiones, prebendas y clientelismo. Lo mismo hizo con los peronismos del interior. A ello le sumó un proceso de absorción e incorporación de movimientos sociales que, si bien no todos se integraron a la estructura peronista, se dedicaron a orbitar como satélites alrededor del gobierno, atraídos por la distribución de beneficios y por la fuerza de la gravedad del personalismo de Néstor y luego de Cristina.
Pero lo más interesante es cómo el kirchnerismo se fagocitó al peronismo en el plano de la ideología y lo simbólico. Desprovisto de una clara e indiscutible legitimidad -casi desconocidos fuera de la Patagonia, llegados a la presidencia con escaso porcentaje de votos- el kirchnerismo salió a la busca de legitimidad, la que encontró en una romántica y sobreactuada restauración de los ideales revolucionarios de los setenta. Desde luego que éstos se vieron devaluados por una descarada mentalidad oportunista y utilitaria: resultó más fácil comprar la voluntad de intelectuales, políticos y periodistas que asumir con sinceridad el ideario de una izquierda entonces ya un tanto depreciada. Perfectos ejemplos paradigmáticos de esa tradición peronista que hace del movimiento una simple estructura electoral y clientelista, destinada a la construcción y acumulación de poder, cuando se vieron necesitados de legitimarse ideológicamente, de incorporarse en la tradición política del peronismo, los Kirchner optaron por el peronismo de izquierda de los setenta. De allí que resultara lógico que el movimiento juvenil surgido al calor del gobierno kirchnerista -y gracias a su generosa billetera- tomara el nombre de La Cámpora, en homenaje al efímero presidente en el que la izquierda peronista de entonces depositara sus esperanzas de liberación antiimperialista y socialismo. Hoy este rasgo simbólico e ideológico se ha desvanecido. El kirchnerismo ha vuelto a ser casi nada más que una estructura de poder, un aparato electoral dentro del peronismo, luchando por mantener su predominio frente a otros sectores que pugnan por hacerse con el poder partidario, particularmente el rancio peronismo de las provincias, obligado hoy a negociar con el gobierno libertario para conseguir recursos económicos.
Lo que resulta curioso es que incluso desde sectores radicalmente opuestos al peronismo se suele intentar recurrir a éste, en la variante que sea, para justificarse y legitimarse ideológicamente. El gobierno libertario, para sorpresa de muchos, no es ajeno a esta tendencia. Como ya sabemos, el presidente Milei profesa una declarada admiración por el presidente Carlos Menem, seguramente el más atípico de los gobernantes peronistas. Si bien optó por abrazar las propuestas económicas liberales, su manera de manejarse en el poder respondía al más clásico estilo peronista. Esa es una de las razones por las que aún despierta las más feroces controversias dentro del movimiento. Como si esto fuera poco, los recientes acontecimientos han mostrado, con rasgos incluso rayanos en el absurdo, que los intentos desde las filas del gobierno por apropiarse de un pedazo de peronismo exceden la simpatía por el menemismo.
Hay algunos que están en clara sintonía con las preferencias político-ideológicas de Milei. Son los que hace poco, en un acto público no muy concurrido, lanzaron la agrupación “La Carlos Menem”. Con la presencia de legisladores libertarios, referentes peronistas como Alberto Kohan y la mismísima Zulemita Menem, esta nueva corriente libertaria apunta a remarcar la continuidad entre el riojano y el actual mandatario, fundada en que ambos abrazaron las ideas del liberalismo económico para alcanzar la recuperación económica, el progreso nacional y la integración del país en el mundo. En el mundo libre, desde luego. No se puede negar que hay mucha lógica en este intento si tomamos en cuenta la más que evidente afinidad de ideas entre Menem y Milei, siempre que se reconozca una salvedad: el primero adhirió al liberalismo por oportunismo, por estar a tono con el espíritu de la época, mientras que Milei está ideológicamente convencido de que las ideas liberales -libertarias- son las únicas válidas. Oportunismo no es lo mismo que convicción.
Más extravagante resultó el homenaje realizado por la vicepresidenta, Victoria Villarruel, a María Estela Martínez de Perón, “Isabelita”. El 17 de octubre, fecha simbólica para el peronismo si las hay, inauguró un busto en homenaje a Isabel, a quien reconoció por haber sido primero vicepresidenta y luego, a la muerte de Perón en julio de 1974, presidenta de la Nación. Ese mismo día hizo circular las fotos de un encuentro con la expresidenta en Madrid, ocasión en la que la reivindicó por haber sido “la primera presidente mujer del mundo y de la Argentina constitucionalmente elegida”. ¿Qué sentido puede tener hoy la recuperación de un personaje tan polémico en la historia argentina? Más allá de la reivindicación iconográfica -el busto debía estar junto a los de los restantes presidentes en la Casa Rosada pero nunca fue instalado allí-, resulta extraño que la Villarruel, a contramano de las ideas y preferencias de Milei, haya realizado tan encomioso homenaje. Es claro que, incluso al interior del peronismo, su figura es motivo de controversia, y despierta escasa adhesión. Muy pocos referentes, la mayoría de las corrientes más ortodoxas, reivindican su imagen y gestión. Para la izquierda peronista, Isabelita es la expresión del ala más dura y reaccionaria de la derecha del movimiento, a la que culpan de encabezar la represión del ala izquierdista y juvenil en los años setenta. Por fuera del peronismo, estos negros contornos son compartidos. Se acusa a Isabel de haber encabezado, junto con López Rega, la represión ilegal a través del aparato parapolicial de la Triple A. También se le atribuye haber abierto la puerta al accionar de las fuerzas de seguridad, con los decretos de 1975 que autorizaron a las Fuerzas Armadas a aniquilar la subversión. Gran parte de razón hay en estas acusaciones, pero olvidan que el accionar de las bandas parapoliciales ya había comenzado durante la presidencia de Perón, y prefieren silenciar el hecho de que la autorización a las Fuerzas Armadas para su accionar antisubversivo respondió, en gran medida, a la presión de las mismas Fuerzas Armadas sobre el gobierno. Lo que resulta indiscutible es que Isabel ni siquiera intentó restablecer el orden público en un país convulsionado por la violencia cotidiana, a lo que debe sumarse su incapacidad para controlar las variables de una economía fuera de cauce. En este sentido, el desgobierno de Isabel abrió el camino a la dictadura militar del Proceso de Reorganización Nacional. Que haya estado cinco años presa por el gobierno militar, hasta que a mediados de 1981 fuera liberada y partiera al exilio en España, no alcanza para redimir su figura.
Hay una interpretación obvia: la reivindicación de la expresidenta por parte de Villarruel debe atribuirse a una suerte de movimiento opuesto al que hizo el kirchnerismo. Si éste reivindica a Héctor Cámpora como símbolo de los ideales revolucionarios de los setenta, no queda otra que recuperar a Isabelita como contrafigura, como el contramodelo de aquél. Tal vez esta interpretación no sea la más certera. Pensamos, más bien, que detrás de este extemporáneo y curioso homenaje hay una más clara intención política. Así como hay sectores libertarios que buscan atraer al peronismo de los noventa, tal vez Villarruel busque atraerse a ese peronismo tradicional que hoy parece estar huérfano de referencias dentro del movimiento. Si fuera así, tal vez no sea muy sensato. Dijimos que la figura de Isabel despierta más polémica que adhesiones, y no pareciera ser una referencia a partir de la cual construir un movimiento político, por dentro o por afuera de La Libertad Avanza.
Estas dos movidas apuntan a tomar una porción de la torta peronista, probablemente para demostrar -sobre todo la de Villarruel- que la unidad peronista es hoy una ficción. Asume que el peronismo está hecho girones, dividido en porciones “comestibles”; difícilmente alguien se atrevería a tomar una porción si estuviera unido. También está claro que estas dos jugadas, orientadas a recuperar y referenciarse en dos “momias” del pasado peronista, no dan la impresión de tener gran futuro. Son más bien testimoniales, con poca capacidad para generar movimientos políticos duraderos. Aun así, son una buena muestra de que el peronismo sigue siendo una referencia política e ideológica casi ineludible. Incluso si se quiere superarlo hay que recurrir a él. Eso sí, como en un supermercado, se echa mano a la versión del peronismo que resulte más atractiva y útil. A gusto del consumidor.
* El autor es profesor de Historia de las Ideas Políticas.