Hasta el momento, el único antecedente era aquella proclama de Cristina Fernández desde Cuba en la que reclamaba un modelo de resolución de la crisis de deuda con un modelo punitivo, que incluía cárcel y castigo para las autoridades del FMI.
Nunca lo repitió. El presidente Alberto Fernández la justificó con un par de declaraciones a desgano, pero aplicó un criterio diferente, con la jefa del FMI como aliada estratégica.
La vicepresidenta desató esta vez una convulsión parecida en la cima del poder, al cuestionar el diseño de consenso que insinuó el Presidente para encarar la crisis económica. Al igual que en Cuba, Cristina avaló una propuesta maximalista.
El dato político relevante es que esa propuesta es, como aquella, totalmente inviable. La vicepresidenta no quiere que el Gobierno convoque a industriales, a referentes del agro o del sistema financiero, porque los evalúa alineados desde hace décadas en un proyecto de organización económica contrario a los intereses del país.
Cristina entiende que en la mesa de consenso deberían estar sentados otros empresarios. Los que fueron afines a lo que ella reivindica como estrategia autónoma de soberanía económica. Los tres referentes emblemáticos que sugiere para que acompañen al Presidente son Lázaro Báez, Cristóbal López y Gerardo Ferreyra.
¿Alguien con algún despojo de realismo político puede imaginar la viabilidad práctica de esa escena, presentada en público por la vicepresidenta como modelo de consenso?
¿Admitiría la sociedad argentina realmente existente (no aquella que imagina en sus párrafos farragosos la intelectualidad kirchnerista) ver al presidente Fernández rodeado por esos empresarios con más prontuario que representatividad?
El primer obstáculo, por cierto, sería de orden operativo: ¿cómo debería ingresar Báez a la reunión? ¿Con o sin tobillera? Siempre el protocolo complicando las cosas.
La cuestión no es menor, porque define por el eje aquello que está haciendo la vicepresidenta con el Presidente que ungió. ¿Tiene Cristina en realidad un proyecto alternativo o solamente hace ejercicio de su capacidad de obstrucción?
Ni bien la vice salió en público con su curiosa propuesta de consenso -con el Presidente en Olivos y los invitados desde sus prisiones domiciliarias-, sus seguidores salieron a garronear con furia los talones de Alberto Fernández.
El desgaste que produjeron fue tan innegable que un funcionario del gabinete, el ministro Agustín Rossi, evocó cuando estaba en la cola de aspirantes a la bendición en el célebre video del 18 de mayo de 2019. Lo recordó al efecto de pedir la compasión de los propios con aquel que le ganó la carrera y llegó a la Casa Rosada.
El discurso oficial intentó zanjar la discusión aludiendo a la diversidad de opiniones en el frente gobernante. El problema no es la diversidad, sino la contradicción. Esa diferencia quedó plasmada en otros dos frentes que tuvo que atender el Presidente, deshilachando su autoridad.
En el primero, la cancillería intentó un giro tímido al avalar los cuestionamientos de la comunidad internacional a las violaciones a los derechos humanos en Venezuela. El kirchnerismo salió a reclamar un alineamiento acrítico con Nicolás Maduro. El retroceso inmediato del Presidente aumentó las dudas sobre el debate interno de fondo en el oficialismo.
¿Qué obstrucción le interesa en verdad a Cristina? ¿Obliterar un variante diplomática que empieza tibiamente a admitir la realidad de la tortura en los sótanos de la dictadura venezolana? ¿O dificultar el paso a lo que se viene, si el acuerdo con los bonistas de la deuda externa prospera: la gestión por el apoyo crucial de Washington en el FMI? Ambos temas están vinculados.
La sombra de esa duda se extendió a una segunda cuestión, aún más incómoda para el Presidente. La crítica más certera y dolorosa que le hizo a Cristina desde el llano fue por el acuerdo con Irán por la causa Amia. Alberto hizo entonces una prolija disección legal de ese tratado, postulando que era una construcción jurídica orientada a garantizar impunidad. Una ley metanormativa del Congreso: para encubrir el encubrimiento.
Que ahora el Presidente sostenga lo contrario, y reivindique ese tratado como una claudicación inevitable ante el pragmatismo político, no es una concesión a la diversidad, sino un obsequio a la contradicción. Y más significativo aún que los vaivenes con Venezuela a la hora de perfilar la política exterior.
Si Venezuela es el espanto en terreno del vecino, la Amia sigue siendo la sombra del terror en el propio. De cara al mundo, en la ética de un presidente democrático no puede haber diversidades opcionales entre la dignidad humana y su más lacerante vulneración.
¿Qué sucedería si Fernández decidiera desconocer la capacidad de bloqueo de su vicepresidenta? La respuesta puede diferir según el flanco hacia donde se desplace. Al Presidente, Cristina le delegó la administración de la crisis, la gestión personal y efectiva de una amnistía judicial, y el diálogo auditado con todo lo que ve a su derecha.
Se reservó para sí el relato: “A mi izquierda, la pared”. Un patrimonio cultural difuso; no un proyecto alternativo. La revancha nunca es proyecto político.