Cristina Kirchner ha decidido tensionar hasta el límite su contradicción personal con la voluntad popular. A la demanda de cambio que expresaron las urnas acaba de responder con una maniobra para zafar en una de las causas más comprometedoras que tenía en la Justicia.
La vicepresidenta jamás pudo justificar su actividad como empresaria hotelera. Un negocio en el que involucró a sus dos hijos para asentar cobros a contratistas del Estado a los que su administración le pagaba fortunas por otra ventanilla, con fondos del presupuesto público.
Su estrategia judicial fue que jamás se ventilaran las pruebas de ese trasiego en un juicio oral y público. Lo consiguió, con el favor de dos jueces afines.
La maniobra se construyó con el concurso del juez Daniel Obligado, el mismo gestor de la amnistía de hecho para Amado Boudou, y de Adrián Grünberg, un oportunista de Justicia Legítima al que se le acababa en cuestión de horas una subrogancia cuyo objetivo ha quedado en evidencia.
El contraste es impactante: en el mismo año en que condujo al peronismo unido a la derrota electoral más contundente de su historia, Cristina Kirchner obtuvo la mayor cantidad de beneficios en términos de su impunidad personal y familiar. Y la liberación de todos los integrantes de su espacio político que estaban detenidos por delitos de corrupción. Ricardo Jaime es la excepción que confirma la regla.
Tras la elección, el PJ perderá el cuórum que sostenía desde 1983 en el Senado Nacional -que designa y destituye magistrados- pero ya fue útil para alivianar la mochila procesal de Cristina.
Todas las iniciativas presentadas como transformaciones profundas caminarán al archivo: la reforma judicial, la Comisión Beraldi para cambiar la Corte Suprema, la reforma del Ministerio Público Fiscal.
Esa puesta en escena con retórica reformista siempre tuvo como objetivo una trasformación fáctica, menos visible, construida con decisiones más pequeñas y pragmáticas: designaciones y subrogancias amañadas, amagues de juicio político a jueces y fiscales díscolos, jubilaciones oportunas para algunos magistrados, manejos discrecionales de plazos y jurisdicciones.
Discurso maximalista; maniobras minimalistas. Proclamas de victimización en público, arropadas en un discurso de debilidad ante los poderes fácticos. Mientras se ejecutaba por lo bajo una práctica implacable del poder fáctico para agenciarle a los victimarios salvoconductos de impunidad.
En tres ocasiones Cristina Kirchner logró eludir este año la concreción de un juicio oral y público. La dejaron elegir los casos más convenientes para actuar alegatos desde su despacho. Imposturas de favorita, en relevo de su obligación de banquillo. Pero en la causa donde tenía que explicar la sospechosa conserjería de Lázaro Báez en sus hoteles desprolijos consiguió -como bonus- absolución y silencio.
Desde la perspectiva de la administración de justicia, la clave en la construcción de esa amnistía que la sociedad jamás votó fue la combinación de la presión parlamentaria con la utilización del Consejo de la Magistratura como apéndice del poder político. Con la mirada displicente, aunque inactiva, de la Corte Suprema de Justicia.
El saldo favorable del año judicial para Cristina Kirchner le abre las puertas al oficialismo para objetivos más ambiciosos. No sólo el direccionamiento de las investigaciones judiciales hacia los adversarios políticos que acaban de derrotarlo. También la garantía de disciplinamiento social ante las dificultades crecientes de una crisis que se acelera a toda velocidad.
La circular difundida por el Banco Central con un nuevo cepo a la libre circulación está escrita en los términos burocráticos de la autoridad monetaria. Para el sentido común, el título refulge: las reservas en dólares se terminaron.
El Estado resolvió devaluar al cargarle a uno de sus tantos tipos de cambio una tasa de interés que incorpora el desborde inflacionario.
En su relación con el mercado cambiario, el Gobierno actúa con la misma negación discursiva que le aplicó a las elecciones. El dólar que estaba a 60 pesos cuando el triunfo de Alberto Fernández hoy vale 200. Pero el peso -dice- no se devalúa.
El país recibió este año dos inyecciones de divisas imprevistas. En el primer semestre, por precios récord para las exportaciones. Y los más de cuatro mil millones de dólares que llovieron del FMI por caridad pandémica.
Pero el drenaje de reservas para que el dólar no llegara a 200 pesos y provocara una derrota electoral no consiguió ninguno de sus objetivos: no frenó la devaluación, no impidió la derrota.
El ministro Martín Guzmán pergeña en su notebook su primer plan económico.
Aceptaría una reducción del déficit fiscal a 3,5 puntos del Producto. Eso implicaría un sinceramiento de las tarifas subsidiadas.
Algo que en un primer tramo del ajuste inducirá más inflación.
Sobre un piso de 50% -y con alto desempleo- suena inviable que las paritarias equilibren ese desfasaje tan marcado: lo que viene es más ajuste del salario.
En ese contexto, la deliberación social corre el riesgo de ser tentada hacia opciones violentas.
El atentado contra el diario Clarín encendió alarmas en todo el sistema político. Mereció y tuvo un repudio amplio y justificado.
Cristina Kirchner enmascaró el suyo en una condena ambigua de La Cámpora, que equiparó la agresión violenta con los “discursos de odio”.
Una de las construcciones discursivas que el kirchnerismo solía asociar con el lawfare.
Un resabio narrativo de cuando los jueces le fallaban en contra.