Esta ya es la cuarta nota consecutiva que bajo el sobretítulo de “Vacío psicológico de poder” dedicamos a la figura del presidente Alberto Fernández en lo que suponemos sus profundas contradicciones íntimas al cumplir un papel de tamaña envergadura que antes de asumir jamás imaginó que llegaría a cumplir, pero que luego de su asunción sufre por lo contrario: porque nunca creyó que sería tan poco el poder que se le endosaría junto al título de presidente. Antes se sorprendió por tanto que se le dio y ahora se sorprende por lo poco que le permiten. Un caso extraño y original, que en muy pocos lugares aparte de esta Argentina podría intentarse. Un presidente que gobierna pero no manda porque no tiene poder (y gobierna sólo porque por ahora Cristina no quiere gobernar por él), con lo difícil que es gestionar si no se cuentan con los elementos para ellos. Además de la propia ineficacia de un hombre que jamás en su vida se preparó para asumir un cargo tan esencial. Por eso es importante intentar entender este experimento que otra vez diferencia a la Argentina de cualquier tipo de normalidad. Un experimento donde el presidente está siendo vaciado de todo poder pero ello no implica que el país se esté quedando sin poder como ocurrió cuando lo perdió Alfonsín o De la Rúa, sino que el poder (que supuestamente le correspondería al presidente) se concentra en otro lugar a todas luces contra natura.
Alberto Fernández de a poco va entendiendo que su idea primigenia, que su sueño ideal de llegar a ser un Néstor Kirchner prolijo con cara y estilo de Raúl Alfonsín y que Cristina volviera a ser la super senadora que lo apoyase como tanto apoyó a Néstor en su presidencia, es una reverenda tontería que jamás pudo haber sido ni será. Que de modos heterogéneos Cristina está construyendo su propio y exclusivo sustento de poder para un proyecto político que sólo ella y los suyos representan. No Alberto.
Cristina es una sectaria ideológica pero no política, sabe actuar en las cosas del poder, la hace mejor y peor pero siempre con experticia. Por eso esta vez, apremiada por circunstancias graves y urgentes para ella, hizo lo que no estaba en su espíritu: convocó con supuesta amplitud a Alberto y Massa, los dos tipos que habían sido de su grupo los que más mal la habían tratado, que la ofendieron a más no poder hasta romper y seguir denigrándola peor desde afuera. Y en apariencia olvidó todas las afrentas y les dio el poder formal. En su imaginario pensó: si estos dos entran, todos los demás que están en el medio entre ellos y yo, tienen que entrar. Y el cálculo no le falló. Ella no puede convocar a todos por sí sola porque no es su estilo ni es lo que le gusta a ese sector enorme pero fanatizado que son los cristinistas. Pero usó a Fernández para ello, que era un don nadie que sin embargo tenía contactos con casi todos los grupos peronistas no kirchneristas por haber navegado entre unos y otros luego que se fue del seno materno kirchnerista.
El cristinismo es una confluencia de lo peor del peronismo entendido en términos republicanos. Para Menem la república era una banalidad, para Cristina la república es un obstáculo. A Néstor le molestaban las instituciones porque era un caudillo feudal, pero Cristina se siente una revolucionaria que debe eliminar o minimizar las formas institucionales que le dan poder a las corporaciones y no a ella, que representa la vanguardia iluminada y el pueblo olvidado.
Para lograr eso, tanto Néstor como Cristina convocaron a todo lo que el Perón que regresó en los 70 intentó dejar en el olvido en pos de su alianza con el resto de los partidos políticos para neutralizar a los militares. Y a eso la pareja austral les sumó el proyecto frustrado de los Montoneros en su lucha contra un Perón que según ellos quería entregarle el poder al enemigo ideológico, a la burguesía.
El cristinismo es una minoría activa (posiblemente la mayor fracción entre todas las peronistas) que ha secuestrado a un movimiento mayoritario que supo transformarse en los 80 y de alguna manera en los 90 (aunque retornando políticamente a muchos de sus vicios populistas) pero que luego con Kirchner consideró los peores defectos del primer peronismo como sus mejores virtudes.
De ese modo denominó “revolucionarias” una serie de formas autoritarias que devenían instrumentos justificables para supuestamente luchar contra el imperialismo, la oligarquía, la burguesía, las corporaciones y todas las formas en que se quiera llamar a ese enemigo abstracto necesario para fusionar una lealtad ideológica y una nueva-vieja épica política. Un modo de conciliar los vicios caudillistas de derecha con las pretensiones de la juventud peronista de izquierda de los 70. Y eso se expresa en muchas formas concretas “revolucionarias” y claramente antirrepublicanas todas: Luchar contra los medios que representan la concentración del poder. Defender el culto a la personalidad para evitar que las corporaciones impidan el contacto directo entre el líder y el pueblo. Inventar el lawfare que antes se llamaba justicia adicta para liberar a los “prisioneros del régimen” (esos que antes levantaban las armas contra el sistema y ahora se roban bolsos o la fábrica de hacer moneda o lavan dinero). La guerra contra el campo para así luchar contra la oligarquía rural aunque ésta no exista más. El adoctrinamiento educativo para ganar desde la escuela primaria hasta la universidad la batalla cultural. Una nueva constitución que ponga al poder único por encima de la división formal de poderes en tres, que lo que hace es debilitar el decisionismo del caudillo revolucionario. Ese es el programa de Cristina y no lo ha cambiado un ápice. Lo hizo junto a Néstor por derecha en Santa Cruz y quiere hacerlo por izquierda en la Nación.
Ese es el peronismo que se ha impuesto, era una posibilidad entre tantas, se pudo hacer desarrollista con Frondizi, o republicanizarse con Alfonsín y la renovación, o convertirse en liberal con Menem o hacerse progre moderado con el Chacho Alvarez. Alberto prefería a cualquiera de ellos pero Cristina quiere al Perón del San Perón o de Evita Santa y al de los Montoneros, adaptado a un modo de convivencia pacífica. Esa utopía se está intentando. A Alberto le costó entenderlo. Creyó que existía un punto intermedio, que Cristina expresaba una parte -la mayoritaria- del poder pero no todo, y él también tendría interferencia aunque fuera menor. Pero nunca fue así. Y hoy ya no lo duda y aún con la depresión lógica de haberse dado de bruces contra la realidad, a su modo está satisfecho. Al menos presidente es y no hay hoy peligro para su investidura. Además, no exageremos, tampoco nunca tuvo tantos principios y valores como para sentirse herido por tener que hacer ahora algo distinto a lo que pensó hacer. Quizá esta vez encuentre la paz haciendo la guerra contra los mismos enemigos de Cristina.
En síntesis, Alberto llegó a presidente sin haber hecho ni el menor esfuerzo propio por llegar. Pero apenas llegó se imaginó que la relación iba a ser como la de Cristina con Néstor. Salvo la relación de pareja, todo lo demás sería igual. Eso soñó el ingenuo que nunca tuvo idea ni tenía porqué tenerla ya que había llegado con cero esfuerzo, donde estaba parado. Cristina lo que quería era recuperar un jefe de gabinete como cuando Alberto en 2008 renunció y se fue. Como que no hubiera renunciado y siguiera cumpliendo las mismas funciones pero con nombre protocolar de presidente. Y ella sería Cristina y Néstor a la vez. Alberto debería ser un dependiente al servicio de ese proyecto. Bastante con que le regalaron un título inmerecido, o al menos no ganado. Ahora parece haberlo entendido pero le costó varios tropezones. Esa incomprensión es la base fundamental del enojo de Cristina hacia él en prácticamente todo lo que hacía porque lo hacía en un sentido equivocado. Se creyó presidente y fue el presidente que nunca fue. En fin, ya bastante del pobre Alberto hablamos, de ahora en más a ocuparnos del poder en serio.