El ruido que desplegará la vicepresidenta Cristina Kirchner hasta que aparezca el candidato presidencial del oficialismo será atronador. Comenzó con la carta que le mandó al Partido Justicialista para abortar un operativo clamor, que ella misma alentó sin éxito. Continuó con su paseo por los estudios de televisión de Cristóbal López. Seguirá con una movilización, bajo el sol del 25.
Toda esa intensa acción comunicativa tiene un objetivo nítido: ocultar con un barullo espeso la renuncia de la vicepresidenta al próximo desafío electoral. Por segunda vez desde que dejó la presidencia, Cristina Kirchner no se animará a pedir el voto para volver. Teniendo en cuenta el drama terminal del país que ella describe, la decisión de Cristina es una defección lisa y llana. Pero necesita mostrarla como una huida estratégica y necesaria. Que no parezca una traición histórica, sino una deserción honoris causa.
A los argumentos de la fuga los expuso con cuidado en su carta al Partido Justicialista. Las cuatro décadas posteriores a la última dictadura, según Cristina, han desembocado en una “insatisfacción democrática” por la conjunción de tres degradaciones concurrentes: la económica, la social y la política.
Aunque el kirchnerismo cumpla esta semana dos décadas en el poder (con el breve interregno de Mauricio Macri, la mitad del período democrático), la vicepresidenta señala como el factor desencadenante de todo el fracaso económico al endeudamiento al que se recurrió desde 2016.
El argumento es antiguo y ya fue refutado. Tanto por el origen del endeudamiento, como por su evolución actual. Argentina recurrió al financiamiento externo ante la imposibilidad de seguir tapando con emisión monetaria el enorme bache fiscal legado por los 12 primeros años del kirchnerismo. El acuerdo con el FMI que objeta la vicepresidenta fue legitimado por su gobierno con las facilidades extendidas aprobadas el año pasado. El ministro de Economía actual, Sergio Massa, fue el gestor parlamentario de esa papa caliente. El ministro de Economía de entonces, Martín Guzmán, está diciendo ahora que lo que vino después fue peor: que la gestión del endeudamiento está terminando con un mecanismo de venta de bonos del sector público al privado a precios tan inconvenientes que equivalen a quebrar en dólares, a tasas altísimas.
Pero lo más grave que le dijo Cristina Kirchner al peronismo es que el acuerdo con el FMI es inflacionario y que la inflación es una fenomenal transferencia de recursos de pobres a ricos. Todo lo contrario a Massa, para quien el acuerdo con el Fondo es el ancla del programa económico. Además, Massa acaba de decir en la cumbre de su propia fracción política, el Frente Renovador, que la causa de la inflación es la bola de pesos emitida que dejó rodando Martín Guzmán. Esa contradicción evidente de Cristina es parte del ruido para ocultar un fracaso medular que le es propio: el de su modelo económico. Como ella dice, la casualidad no es una categoría política. El populismo se quedó sin plata.
La admisión por Cristina Kirchner del derrumbe social al que condujo su ideología es dramática: por primera vez en democracia coexisten un bajo índice de desocupación (6,3%) con un alto nivel de pobreza (40%). La vicepresidenta le confesó al PJ que bajo la conducción kirchnerista de dos décadas quedó enterrado el paradigma peronista de la movilidad social ascendente.
Tres tristes tercios
A la degradación política de la democracia, Cristina la definió en términos personales: el pacto democrático terminó el día que la “banda de los copitos”, manejada por los medios hegemónicos y el partido judicial, intentó atentar contra su vida y luego la proscribió. Y, a través de ella, a todo el peronismo. Cabría deducir entonces que el peronismo no tendrá ningún candidato habilitado para competir este año. El vértice de esa ingeniería proscriptiva estaría en la Corte Suprema de Justicia, a la que primero describe como un grupo de cuatro inquisidores y luego de tres. Un lapsus linguae que tal vez entristezca a Ricardo Lorenzetti.
El capítulo político de su renuncia es el más fantasioso de todos. Para entender su magnitud conviene analizarlo con la ampliatoria que ofreció la vice en televisión. El “peronismo proscripto” competirá en todo el país. De hecho, viene ganando elecciones provinciales. En la categoría presidencial, Cristina está admitiendo un derrumbe histórico: en una década cayó de intentar los dos tercios para reformar la Constitución, a promover los tres tercios para evitar la insignificancia.
Ese barranco político es todo suyo. Cristina se pretende inculpable de su dedo estratégico. Para la elección proscriptiva propone a los hijos de la generación diezmada. Una definición que podría comprender a Eduardo De Pedro pero jubila sin honores a Máximo Kirchner, el único heredero que intentó construir la vice. Especialmente excluye al presidente que ungió, Alberto Fernández. Toda la baratija sobre la proscripción no es sino el balance deficitario del invento que Cristina pergeñó en 2019. El final de su intento de regentear el país desde las sombras.
La fuga de Cristina frente a esa papa caliente ha sido interpretada como inteligencia táctica para preservar cierto poder residual. ¿Qué poder remanente le podría quedar? De seguro algún enclave parlamentario y territorial, pero difícilmente el dominio que pudo ejercer en la trastienda de un presidente encargado. La traición de Alberto Fernández no fue tanto su desobediencia cuanto su ineptitud. En ambos casos, ¿a quién le es atribuible el error estratégico? ¿Al vicario designado o al dedo designador?
Sergio Massa está convencido de su hora. Ya pasaron por su umbral los públicos funerales de dos candidaturas: la de Alberto y la de Cristina. El arma favorita que enarbola es la amenaza de su renuncia. El miedo a ese vacío es el otro motivo oculto tras el ruido acelerado que propone Cristina. No vaya a ser que se nuble sobre la Plaza de Mayo.