Como se pudo verificar empíricamente esta semana, la realidad política de la Argentina cambió significativamente después de las elecciones pero no cambiaron sus actores, aun condicionados por reflejos previos.
A la oposición de Juntos por el Cambio la nueva realidad los encontró un poco improvisados, como que no estuvieran aun preparados para asumir el desafío a que los obliga un triunfo mayor de lo esperado. Ellos pensaban que tenían más tiempo para irse armando internamente hasta encontrar la síntesis de la que todavía están muy lejos. Pero los hechos les hicieron sacar sus trapitos ocultos al sol y los obligaron a comenzar a resolverlos ya, de cara a la gente, si quieren ser alternativa dentro de un par de años. Lo están intentando raudamente como se demostró en el debate presupuestario y en la elección del nuevo presidente del radicalismo, donde impusieron criterios de unidad y de comprensión de lo nuevo que ocurrió.
Al gobierno nacional, en cambio todo le está costando mucho más porque quien quisiera cambiar no puede y quien puede cambiar no quiere, siguiendo con la misma lógica previa a las elecciones. Con lo cual la autoridad presidencial, en este fin de año, se sigue desgastando a pasos agigantados y el cristinismo cada vez actúa con más prepotencia en las dos únicas cosas que le interesan en serio: Uno, hacer zafar a la familia real de Cristina de todas las acusaciones judiciales en su contra. Y dos, mantenerse como la dueña absoluta del relato desde donde pontificar contra la maldad opositora y contra la torpeza albertista.
El albertismo comenzó esta nueva etapa entendiéndola al revés y eso se verificó en quizá el acto más patético de este año: esa noche de las elecciones en la que el presidente subió al bunker oficialista y desde allí consideró -gritándolo a viva voz- como victoria electoral el fenomenal revés sufrido por el peronismo, sólo porque sacó en Buenos Aires dos puntos y medio más que en las PASO. Con ese grito desbocado de falso triunfo Alberto pretendía decirle a Cristina que a partir de ahora él sería quien gobernara. La vicepresidenta le contestó dos días después con una sutil carta donde le decía que sí a la vez que afirmaba todo lo contrario: o sea, no sólo lo conminaba a Alberto a gobernar él solo (vós tenés la lapicera, afirmó) sino que le aseguraba que el presidente había gobernado solo desde su asunción. Y que por eso había perdido, no ganado como sugería la inconsistente euforia albertista con la que pretendía liberarse del látigo de su ama.
El relato cristinista se expandía en pleno: perdiste vos Alberto y por tu culpa, por no escucharme o no entenderme. Y ahora más que nunca vás a tener que seguir gobernando. Y además lo deberás hacer con la oposición porque ella es la responsable de la deuda con el FMI. Por lo tanto hagan un GANA_(Gran Acuerdo Nacional) y arreglen el zafarrancho que armaron en estos 6 años de iniquidad. Yo ni me pienso meter a gobernar con ustedes.
Lo que no advertía en su carta es que salvo en cogobernar se iba a meter en todas las demás cosas. Sobre todo en propiciar que Alberto y la oposición negocien con el FMI, mientras que ella desde más arriba, desde el pedestal iba a ir recitando las tablas de la ley de la verdad revelada.
En palabras más simples, mientras Alberto intenta arreglar con el FMI ella edificará un relato donde le pondrá todos los obstáculos posibles a ese acuerdo. Empezó el otro día, cuando el peronismo intentó apropiarse para él solito del día de la democracia, donde ella reinterpretó la historia nacional reciente afirmando que tanto Alfonsín como De la Rúa no pudieron terminar sus mandatos porque les hizo un golpe de Estado el FMI a través de los fierros proporcionados por los medios de prensa y por los jueces (no sumó a las opositores, porque los opositores eran ellos, los peronistas). Que Macri no cayó porque todos los que estuvieron en contra de Alfonsín y De la Rúa se pusieron de su lado, por eso de que “Macri basura vós sós la dictadura”. Y que ahora el FMI viene por el gobierno de Alberto si éste no le presenta la debida resistencia. Y que si no se la presenta, ella no tendrá nada que ver porque ya advirtió que el FMI, los jueces y los medios son los que vienen por todo, no ella.
Ella lo único que pretende es quedarse con todo si las cosas fracasan. Porque no hay duda que Cristina y su hijo Máximo están jugando a cuánto peor, mejor, como se verificó esta semana en el debate parlamentario por el presupuesto donde el principito pateó el tablero de un incipiente acuerdo entre gobierno y oposición.
A eso se piensan dedicar de ahora en más Cristina y Máximo: a pedirle a Alberto que haga acuerdos pero cada vez que lo intente, ellos se lo harán fracasar. La esquizofrenia política llevada a su máxima categoría, en pos de salvar un relato no menos delirante que es el que acabamos de relatar.
Pero Cristina antes que nada piensa en sus intereses personales, por eso mientras contribuye a volver cada vez más loca la política argentina, propiciando acuerdos al mismo tiempo que los boicotea, los suyos trabajan denodadamente para ir cerrando todas las causas judiciales en su contra. Sabe que tampoco en eso podrá contar con Alberto porque éste -en su torpeza infinita- manda al ministro de Justicia, Martín Soria, a que agreda a la Corte con impericia innata para que, en respuesta, la Corte le declare inconstitucional una ley gestada por Cristina.
Ni cuando me quiere ayudar me ayuda este inútil, piensa Cristina de Alberto. Entonces ella, por debajo trabaja con su verdadero interlocutor en el gobierno, el viceministro de Justicia, Juan Martín Mena (cien mil veces más preparado que el Ministro) quien va tejiendo las redes de la impunidad sin prisa pero sin pausa.
Así, su meritorio esfuerzo acaba de lograr uno de los fallos más bochornosos de la historia judicial argentina de todos los tiempos al desprocesar a Cristina, sus hijos y sus empresarios amigos instantes previos al juicio oral de una causa donde los pruebas en contra de los acusados no caben ni en todo el edificio de judiciales.
Pero no sólo eso, esta semana ese fallo brutal se continuó con otro donde se consideró que el titular de la AFIP durante su presidencia, Ricardo Echegaray, era culpable de corrupción por haberle permitido al empresario Cristóbal López retener mil millones de dólares pertenecientes al Estado, pero que López era inocente (!!!) porque su culpabilidad perjudicaba a Cristina en la causa Hotesur.
He aquí las consecuencias claras del relato cristinista: Mientras yo me salve, húndase el mundo. Que así sea.