Poco antes del 17 de abril pasado, cuando el ministro Martín Guzmán presentó en público su primera propuesta para acordar con los acreedores privados de la deuda externa argentina, el sistema financiero global ya había capeado -no sin esfuerzos inéditos el temporal desatado por la pandemia del coronavirus.
El historiador Adam Tooze anticipó entonces la intervención sin precedentes que encabezaron la Reserva Federal estadounidense, el Banco Central Europeo y el Banco de Inglaterra para mantener el flujo de crédito y el valor de las empresas en medio de una recesión descomunal.
Larry Fink, titular del fondo de inversión BlackRock, estimaba en esas semanas críticas que la caída de la economía global justificaba aceptarle a la Argentina un valor de 55 dólares por cada 100 en los bonos de la deuda. En esos días, los títulos llegaron a cotizar en los mercados por menos de 30. Fink mandó a sus negociadores a reclamar 61.
A instancias de su mentor, el premio Nobel Joseph Stiglitz, Guzmán pensaba que la pandemia era la crisis definitiva del sistema capitalista. Apostó a una rebaja más drástica. Ofreció 39 dólares como valor resultante de la alquimia entre retoques al capital, intereses y plazo de gracia que implica toda negociación de deuda soberana.
Al cabo de tres meses -urgido por Alberto Fernández- Guzmán abandonó su diagnóstico y cerró un acuerdo por 54,8 dólares. El fin de la negociación fue elogiado por oficialismo y oposición, con diferentes criterios. El Gobierno festejó argumentando que la reprogramación de la deuda liberará recursos para una rápida recuperación del crecimiento. La oposición sólo celebró que el país no salte otra vez al abismo. Los mercados parecieron darle la razón al oficialismo el primer día y a la oposición el día después.
Antes de cerrar con los bonistas, Guzmán estaba en el candelero de las versiones que lo daban por relevado una vez que la pandemia superase el pico de contagios. La primera certidumbre que arrojó el acuerdo con los acreedores es que el ministro de la deuda continuará en funciones para lo que viene: la negociación con el FMI.
Alberto Fernández suele mirarse a sí mismo en el espejo del socialdemócrata español Pedro Sánchez (cuyo vice es el populista bolivariano Pablo Iglesias; cualquier comparación lineal con Cristina Fernández debería advertir las asimetrías de liderazgo interno). El Presidente argentino hizo aplaudir a Guzmán por el gabinete, del mismo modo que los ministros de Sánchez aplaudieron en la Moncloa el acuerdo de la Comisión Europea tras el acuerdo histórico de refinanciación de las deudas fiscales de la pandemia.
La diferencia es que Guzmán todavía tiene que exponer un plan ante el FMI. Y si no lo tiene -por la inclinación confesa del Presidente hacia la improvisación- al menos deberá mostrar medidas de política fiscal y monetaria.
Ya se descuenta que el déficit que tendrán este año las cuentas públicas será el más alto desde la restauración democrática y el Gobierno lo está financiado todo con emisión. Lejos de reducir el volumen de las Leliq para aumentar los haberes jubilatorios, Alberto Fernández redujo en términos reales las jubilaciones e infló la bola de Leliq casi hasta el nivel que la antigua oposición le criticaba a las Lebac de Federico Sturzenegger.
¿La prenda de negociación con el Fondo Monetario será la licuación de ese pasivo con alguna política monetaria de shock? Meter a lo Erman González la mano en esa bolsa sería de argumentación política sencilla, en general nadie profesa amor por los bancos. Pero tendría consecuencias gravosas: los bancos administran el dinero de sus depositantes.
Cristina sabe de estas dificultades y de los tiempos exiguos que quedan para enfrentarlas y acometer el desafío electoral del año próximo. La pandemia nunca fue para la vicepresidenta un genuino objeto de preocupación. Menos aún de empatía. Sólo la agenda judicial figura al tope de sus prioridades. Como los procesos en su contra continúan abiertos, lanzó una presión en todos los frentes contra el Poder Judicial. ¿Pretende ir por todo? Es tan vasta la ofensiva, y tan rumbosa su instrumentación, que induce a pensar otra cosa: Cristina quiere ante todo su amnistía. Sólo si la consigue tendrá margen para avanzar con el resto.
Es en ese ámbito institucional adonde la oposición está jaqueada. Sólo dos diques de contención operan todavía, frágilmente: la llave volátil de los dos tercios en el Senado y la presión social persistente del bloque electoral del 40 por ciento. Pero la dirigencia que administra esos instrumentos de bloqueo apenas contiene los excesos del oficialismo.
¿Adónde están los legisladores de oposición que perjuraban que en las sesiones virtuales no se tratarían jamás temas ajenos a la emergencia sanitaria? La reforma judicial es un rediseño institucional de inédita envergadura. Comenzó a ser debatida en comisiones con el método telemático que habilita la censura remota.
La oposición ya está obligada a recuperar mediante una acción firme de voluntad política las sesiones plenas del Congreso, con presencialidad de las bancas. La misa laica que, con todos sus defectos, era una costumbre virtuosa de la antigua normalidad.
Aunque la conclusión contraste con la displicencia ostensosa del expresidente Mauricio Macri: París no vale esa misa