Conspiremos contra los robots

Los abusos de la inteligencia artificial puede ser oportunidad para volver a pensar si hace falta prohibir los celulares en las aulas.

Conspiremos contra los robots
Una escena de la película protagonizada por Will Smith e inspirada en un libro de Isaac Asimov.

Mi amigo está preocupado. Él es docente, de esos que sienten que sobre su profesión pesa el enorme deber de conseguir que sus alumnos aprendan, pues esto les permitirá sobrevivir en el mundo actual, en una sociedad ―se supone― exigente y competitiva.

Mi amigo es profesor de Literatura, y además de hacerles conocer a los estudiantes los géneros literarios, de ponerlos en contacto con obras que vale la pena leer, también insiste en enseñarles a expresarse a través de la escritura, un modo de expresión refinado que ayuda a su vez a pensar, y a pensar mejor.

La preocupación actual tiene que ver con las nuevas tecnologías. Hace tiempo que su popularización resulta también en una intromisión: si antes había que combatir contra los machetes ingeniosos, hoy se debe estar atento a la luz breve de un teléfono celular, capaz (casi) de contestar sobre cualquier cosa sin ser creativo.

Los estudiantes no siempre entienden las razones por las cuales se les pide que adquieran tal o cual saber. Para muchos de ellos, como pasa con otros luego en la vida adulta, pareciera que todo se reduce a sortear el objetivo, a como dé lugar. Por eso es que aparecen las “trampas” que les permiten simular que cumplieron la tarea, cuando en realidad la delegaron en un machete o un celular.

Una manera de llevar a los alumnos a no acudir al “delivery tecnológico” es moverlos a crear, a producir por sí mismos. En el caso de mi amigo, claro, esa tarea consiste en hacerlos elaborar textos. Pero este año ha aparecido un nuevo monstruo que puede acabar con esa estrategia. Ese monstruo es la llamada “inteligencia artificial” (IA), encarnada en el famoso ChatGPT3, robot informático de la empresa OpenAI y que tiene la capacidad de elaborar nuevos textos a pedido, sin errores ortográficos, y con una velocidad y precisión admirables. Además, con resultados, incluso, “mejores” en su forma de los que muchos alumnos (y hasta docentes) son capaces de conseguir.

Hablábamos con él de este asunto y reconocíamos que lo mismo debe de haber sentido un profesor de matemáticas, que intenta enseñar las más básicas operaciones aritméticas cuando todos tienen en su teléfono una calculadora. ¿Cómo hacerles entender que es importante que las hagan por sí mismos? Y, ¿cómo evitar que igualmente se nieguen a aprender y acudan al artilugio, simulando que la tarea la han hecho ellos?

Ante ese panorama, lo que saltaba a la vista también era otra cosa: hoy en día no sólo los alumnos, sino cualquiera de nosotros convivimos con la tentación de delegar nuestras tareas creativas en esos artefactos informáticos. Algunos piensan que eso puede dejarnos más tiempo para la “verdadera creatividad”. Yo no puedo ser optimista: el abuso de “sustancias informáticas” puede llevar a adicciones degradantes. Para sobrevivir en el mundo actual sin ser un borrego hay que ejercitarse en la producción de nuevos textos, en la posibilidad de resolver un problema matemático, en la capacidad de expresar un pensamiento por escrito y que otro pueda entenderlo.

Hay un género literario, desarrollado por humanos y no por IA, que plantea el escenario apocalíptico de la “rebelión de las máquinas”. Esto es, un mundo en el que los robots toman el control, como tan bien muestran 2001: Odisea del espacio, Yo, robot o Terminator. Ante esto, y dado que el avance del ejército de los robots es grande y generalizado (vean, si no, las polémicas por el uso de la IA) creo que hay que anticiparse y plantear algo así como una rebelión. ¿Conocer la tecnología? Claro que sí, pero para los nativos digitales no hace falta una escuela que se las enseñe. En cambio, como están haciendo uno de cuatro países, quizás haya llegado el momento de prohibir los celulares en el aula, de incentivar las tareas creativas en directo y de manera controlada para que no se cuele ningún ardid robótico. Aunque hay estudios divergentes, surgen indicios de que esta clase de medidas mejoran el rendimiento escolar.

Fuera de las escuelas, la rebelión contra los robots nos queda a los demás. A menos que, claro, ya seamos nosotros mismos un caso perdido y hayamos llegado al punto que no podemos escribir ni un saludo sin el corrector automático, ni sumar dos más dos sin la calculadora. Si ya somos eso, merecemos ―en palabras del replicante de Blade Runner― perdernos “como lágrimas en la lluvia”.

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