En notas del 29 de julio y el 3 de agosto, el diario Los Andes informa con detalle acerca de la situación de la diócesis de San Rafael.
En una decisión inexplicable, el obispado anunció, el pasado 27 de julio, el cierre del seminario diocesano.
Sin consignar razones e invocando instrucciones de la santa sede, el anuncio resultó –por su laconismo y su intempestiva aparición– desconcertante y doloroso para la inmensa mayoría de los fieles de la diócesis. Éstos se han manifestado y se están manifestando de todas las maneras posibles y el tema ha trascendido a nivel internacional.
Todas estas manifestaciones de gente de fe, se han realizado respetuosa y filialmente, pero con plena conciencia del rol de los fieles en la Iglesia, siguiendo la enseñanza de autores cristianos como John H. Newman, canonizado recientemente por el Papa Francisco.
Pues bien, estas enseñanzas parecen ser ignoradas por los obispos Taussig y Stella, responsables visibles de esta decisión.
No se comprende, en efecto, que una jerarquía eclesiástica que se precia de pluralista y que habla insistentemente de la importancia de los fieles, tome esta decisión tan arbitraria, tan de espaldas a los fieles, haciendo gala, sin rubores, de un clericalismo escandoloso.
Las explicaciones y las razones que se han ido conociendo luego, no han hecho más que enrarecer el ya oscuro panorama, dejando en los fieles la sensación de que se está frente a una forma de antipatía ideológica llevada al paroxismo y a la irracionalidad.
De otra manera no se entienden las declaraciones posteriores, las razones aducidas en el decreto publicado el 7 de agosto y las escandalosas revelaciones que hace la nota de este diario del día 3 de agosto.
Estas revelaciones son coherentes con el actuar del obispo en las semanas previas a la comunicación del cierre.
Durante esos días ocupó su tiempo en controlar cuidadosamente que los sacerdotes obedecieran sin excepciones sus directivas, ofreciendo reuniones virtuales a los fieles en las cuales –arrogándose (y me consta como testigo presencial) la posesión de la verdad de la Iglesia, exigiendo una obediencia irrestricta y despreciando la formación de los fieles que habrían recibido una “mala catequesis”– atribuía los reclamos (respecto a la recepción de la Eucaristía) a cierto infantilismo ideológico de los fieles.
Vale decir que la normativa de recibir obligatoriamente la comunión en la mano (desencadenante del problema), además de fundarse en conjeturas opinables acerca de las formas de contagio, ha sido una imposición arbitraria, injusta y no sujeta al derecho eclesiástico, en el marco de la actual normativa que lo rige.
No podemos abundar en este sentido.
Solo mencionemos aquí un dato revelador: el prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Cardenal Robert Sarah, ha dicho claramente el pasado mes de mayo, que “existe una regla en la Iglesia que debe respetarse: los fieles son libres de recibir la Comunión en la boca o en la mano”.
Aquellas revelaciones de la nota del 3 de agosto de este diario, también se compadecen con lo que se puede leer entrelíneas en el decreto y en las aclaraciones posteriores: no habría formadores acordes con las expectativas de la Iglesia de hoy, dice textualmente el decreto cuando da las razones.
Esto es realmente inexplicable y suena a eufemismo:
¿Cómo se puede decir esto de una diócesis con la mayor cantidad de sacerdotes por parroquia del país?
¿Cómo, cuando ha sido el mismo obispo quien ha enviado formarse al exterior a decenas de sacerdotes, y cuando un gran número de ellos ha procurado completar su formación en universidades del país para tener su título de licenciados en filosofía?
¿Acaso las expectativas de la Iglesia de hoy en este campo consisten en tener formadores sin capacitación universitaria?
¿O se trata de tener una determinada dirección ideológica?
¿Se ignora acaso que la teología (también la pastoral) es, en tanto ciencia, el reino de la discusión y el debate a partir de los dogmas?
¿Se quiere acaso imponer una dirección ideológica exclusiva a la formación de sacerdotes?
De entre la enorme cantidad de sacerdotes que este seminario ha dado, no se conocen casos –tristemente frecuentes en otros sitios– de abusos de diversa naturaleza.
Traer a colación este hecho, lejos de resultar inoportuno y forzado, nos ayuda a dimensionar el desacierto, la gravedad y la incoherencia de esta decisión.
En rigor, a la Iglesia Católica le faltan decenas de sacerdotes… y le sobran centenas.
¿Por qué cerrar un seminario que no tiene antecedentes en aquella materia tan grave de los abusos, y seguir tolerando otras instituciones intraeclesiales, u otros personajes mitrados, con graves acusaciones en este sentido?
Por último: no se puede dejar de tener en cuenta que la construcción y el mantenimiento del seminario diocesano se ha concretado, en gran parte, gracias al aporte de un gran número de fieles.
Éstos no pueden sino sentirse defraudados e impotentes al ver cómo se dilapida lo que por años ha ocupado su tiempo y su esfuerzo.
Por estas y muchas otras razones que sería imposible consignar, el obispo debería replantearse su decisión.
De otro modo, no solo la Iglesia se verá perjudicada, sino la sociedad misma de los departamentos sureños que es beneficiaria directa del trabajo pastoral de los sacerdotes.
Con ello, Monseñor Taussig nos estaría dando un ejemplo de humildad y de amor al rebaño que le ha sido encomendado.