La irrupción del economista Javier Milei en los medios de comunicación y, más tarde, su arribo a la política, ha vuelto a traer sobre la mesa las dos grandes ideologías que parecían ya superadas: capitalismo y socialismo, liberalismo y keynesianismo. A excepción de algunos países atrozmente socialistas (véase Corea del Norte, Venezuela o Nicaragua), la mayoría de éstos, desarrollados o en vías de desarrollo, suelen encontrar una armonía entre ambos sistemas: es lo que conocemos como Estado de bienestar. Cuando el Estado de bienestar se implementa bien, sin gastar más de lo que recauda, cobrando impuestos razonables que se utilizan para mejorar el nivel de vida de la sociedad (y no para saquear las arcas del Estado en pos de negocios espurios para enriquecer a sus burócratas), suele ser un Estado justo y eficiente. El problema estriba, al menos por estas latitudes, en que en su nombre suelen cometerse todo tipo de fechorías y latrocinios, incluyendo la desmedida intromisión del Estado en la vida de los ciudadanos. La libertad, así, queda subyugada a la voluntad estatal y a las organizaciones políticas, para las cuales el control de las masas es su cometido por excelencia. Un ciudadano libre y criterioso resulta siempre un incordio para ciertos gobiernos con tintes autoritarios, y en estas últimas décadas quedó demostrado: quienes hemos defendido la economía de mercado hemos sido bautizados con todo tipo de improperios; somos los antipatria, los gorilas, los cipayos, los fachos, la derecha represora, los gatillos fáciles, la dictadura…Si hay algo que el kirchnerismo hizo realmente bien en estos años fue la de ganar, como se dice hoy en día, “la batalla cultural”. Librarnos de ello va a ser una tarea ardua y llevará, seguramente, muchísimos años: el daño ya está hecho y se ha enquistado, lamentablemente, en gran parte de la sociedad. No obstante, parece que las nuevas generaciones se están despertando de ese dilatado adoctrinamiento. Roguemos que así sea…De lo contrario, nuestro país, otrora de los más ricos del mundo, seguirá sumido en la más absoluta miseria y precariedad.
Volviendo al tema de esta nota, me resulta increíble –por no decir absurdo- que se siga discutiendo qué sistema económico es más expeditivo para el progreso de una sociedad. El capitalismo, con sus virtudes y sus falencias, es, con creces, el mejor procedimiento económico que la humanidad haya encontrado jamás: ningún otro régimen (feudalismo, comunismo) ha sacado a tanta gente de la pobreza; ningún otro sistema ha creado tanta riqueza. Se me objetará que esa riqueza está en manos de unos pocos, y es verdad. Pero ¿cómo podría una sociedad desarrollarse exitosamente sin la propiedad privada? ¿Qué aliciente tendría el hombre o la mujer para trabajar y desempeñarse profesionalmente si no puede disponer de sus bienes e, incluso, enriquecerse? Una democracia desigual, dice el filósofo Comte-Sponville, es preferible a una dictadura igualitaria. Véase la Unión Soviética vs. Occidente, Corea del Norte vs. Corea del Sur, Berlín Oriental vs. Berlín Occidental. Los hechos están a la vista de cualquiera.
Pero ¿qué es el capitalismo? El capitalismo, el sistema económico que mueve el mundo, tiene tres pilares fundamentales: la propiedad privada de los medios de producción, la libertad de mercado y los asalariados. El capitalismo se rige por el egoísmo, y por eso lo hace tan bien. (Adam Smith, a este respecto, lo percibió con mayor lucidez que sus colegas; Marx, por el contrario, cometió un error esencial que socava gran parte de su obra: partió de una antropología individualista para fraguar, a la postre, un sistema colectivista-y por ello su teoría fracasó rotundamente). Continuemos. Un empresario busca ganar dinero vendiendo sus productos o servicios y, para ello, invierte en capital y contrata gente, es decir, genera puestos de trabajo. El empleado, también, se mueve por el egoísmo: trabaja en dicha empresa no por amor al trabajo o al empresario sino por el salario que recibe por sus servicios. Si el propietario pierde todo su capital y funde la compañía, el dependiente no se verá afectado por la desgracia de su patrón, sino porque él mismo se queda sin empleo. En otras palabras, tanto el capitalista como el asalariado no pueden vivir sin el otro y se benefician, así, recíprocamente (aunque claro, de forma desigual). Esto es lo que convierte al capitalismo en un sistema moralmente insatisfactorio (a pesar de la opinión de los ultraliberales) y económicamente eficaz (a pesar del anacronismo de la izquierda). La política, de este modo, intenta imponer una especie de equilibrio entre la insatisfacción y la eficacia. Pero ¿hasta dónde debería llegar su injerencia en la economía?
Si hay algo que han demostrado los hechos de la historia y los datos económicos es que, cuando un Estado cercena las libertades económicas en virtud de la igualdad y la justicia, el remedio resulta peor que la enfermedad: se evaporan los incentivos y las motivaciones inherentes a la condición humana y la tan ansiada igualdad acaba, paradójicamente, nivelando hacia abajo. Entonces, ¿qué? Un modelo liberal, basado en la libre competencia, la economía de mercado, la igualdad de oportunidades y la intervención gubernamental para corregir ciertas desigualdades sociales y económicas, es lo que promueven y efectúan los países con mayor calidad de vida del mundo. Gozar de la seguridad social, crear un impuesto sobre la renta o las ganancias, sancionar los abusos por posición dominante, condenar el acoso, prohibir el trabajo infantil, regular las horas de trabajo, etc., es una forma de limitar (y de moralizar) el capitalismo. Esto sólo es una mala noticia para los ultraliberales, que creen superada la política, y para las almas bellas de la izquierda, que nos quisieran a todos pobres y sometidos al Estado.
* El autor es Licenciado en Recursos Humanos y Docente.