“Los poetas son hombres que han conservado ojos de niño”.
En noviembre de 1886 nacía un poeta de exquisita sensibilidad. Diré una parte de un brevísimo poema.
Lo tituló: Setenta balcones y ninguna flor”.
Y comienza:
Setenta balcones hay en esta casa.
Setenta balcones y ninguna flor…
A sus habitantes, señor ¿Qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?.
Y finalizaba:
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
No sabrán de música, de rimas, de amor…
¡Setenta balcones… y ninguna flor!
Fernández Moreno, nació y murió en Buenos Aires, la ciudad que tanto amó. De padres españoles, éstos lo llevaron de niño a la madre patria, donde cursó la escuela primaria. Allí en la provincia de Santander, lo deslumbró la belleza del paisaje de la región.
Fernández Moreno contaba que en su niñez se acercaba a orillas del Mar Cantábrico y le recitaba poemas a éste, desde la soledad de sus arenas.
“Es que en el niño que fuimos, siempre estará el hombre que somos”.
Sus padres, temiendo que su alma poética lo desviara de la carrera de medicina a la que ellos lo tenían destinado, lo trajeron de regreso a Buenos Aires.
Tenía ya 13 años. Hizo el bachillerato e ingresó a la Facultad de Medicina. Recibido de médico, no quiso ejercer su profesión en la Capital. Por eso varias localidades de la provincia de Buenos Aires –Chascomús entre ellas- tuvieron el honor de haber tratado al médico-poeta, mucho más poeta que médico, aunque ejerció esta profesión durante más de 20 años.
Pero él se sentía asediado por la poesía. Aunque dado que era un poeta auténtico necesitaba escribir versos.
Fernández Moreno sabía también que “vivir con poesía significaba sufrir, pero que vivir sin poesía no era siquiera sufrir…” Porque su espíritu lo hizo para siempre, poeta. Y su corazón, le dio impulso.
Escribió 12 libros llenos de belleza, de nostalgia, de frescura, incluso uno de aforismos, de bellísimos aforismos.
En 1928 le otorgaron el 2º Premio Nacional de Literatura. Un reconocimiento cabal a un insigne poeta.
El Primer Premio se lo otorgaron ese año a Arturo Capdevila, que al aceptar el galardón expresó con esa nobleza, tan propia del escritor cordobés:
-”Si yo hubiera sido jurado, el Primer Premio se lo hubiese otorgado a Baldomero Fernández Moreno”.
Ocho años después, en 1936 a los 50 años se cumplió el deseo de Arturo Capdevila. Le otorgaron a Fernández Moreno el Primer Premio Nacional de Literatura.
Y llegó julio de 1950. Nuestro médico poeta, tenía ya 63 años. Un invierno muy riguroso soportaba Buenos Aires. Repentinamente, se sintió morir. Hacía tiempo que su salud estaba quebrantada. Sintió que ese era su último día de vida. Llamó a sus amigos más dilectos y le pidió a uno de éstos, que le recitase su poema más querido. Cerró los ojos suavemente –todavía consciente- un de ellos, quedamente, con la habitación en penumbras, recitó su “Setenta Balcones y Ninguna Flor”.
“Setenta balcones hay en esta casa.
Setenta balcones y ninguna flor…
A sus habitantes, señor ¿Qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?.
Fernández Moreno, ya moribundo seguía oyendo sus propios versos.
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave,
¡Setenta balcones… y ninguna flor!
Casi coincidentemente con este último verso cerraba definitivamente sus ojos un 7 de julio de 1950, Baldomero Fernández Moreno, el poeta soñador, que supo encontrar belleza en las cosas simples de la vida.
Su personalidad, simultáneamente sencilla y profunda me impulsó a crear este aforismo:
“Podemos encontrar magia… en las pequeñas cosas. Porque la magia, está en las cosas”.