Ayacucho y el fin del sistema colonial en América del sur

El éxito del general Sucre en la batalla de Ayacucho que puso fin al dominio español en América del Sur (9/12/1824) fue difundida en Mendoza por El Eco de los Andes en su edición del 16 de enero de 1825.

Ayacucho y el fin del sistema colonial en América del sur
Óleo de la batalla de Ayacucho, obra de Martín Tovar y Tovar.

El 9 de diciembre se conmemora el bicentenario de la batalla de Ayacucho que determinó el fin del dominio colonial en América del sur. Con ello el gobierno del Perú clausura las celebraciones iniciadas dos años atrás cuando festejó el desembarco en Paracas de la Expedición Libertadora y la declaración de la independencia en Lima encabezada por San Martín, el Protector de los Pueblos Libres del Perú mientras las fuerzas realistas comandadas por el virrey La Serna mantenían el control de las provincias de la sierra. La guerra se prolongó hasta 1824 cuando ya el héroe de Chacabuco y Maipú había resuelto abandonar el teatro de la guerra y había emprendido el regreso al Viejo Mundo después de haber vivido varios meses en su chacra de Barriales desde donde había seguido el desarrollo de los sucesos peruanos.

La noticia del éxito del general Sucre fue difundida en Mendoza por El Eco de los Andes en su edición del 16 de enero de 1825. El diario editado por el publicista José María Salinas, acusó recibo del impacto del suceso en la ciudad y las celebraciones que le siguieron. La novedad había llegado por medio de un correo inglés dando lugar a la reunión de jóvenes patriotas y de mujeres, “el bello sexo”, en la plaza principal donde cantaron el himno nacional para luego dirigirse al son de la marcha hasta la casa de gobierno donde fueron recibidos por las autoridades quienes dispusieron festejos por tres días, fuegos de artificio en la Alameda y la regular misa de acción de gracias para manifestar glorias al inmortal Bolívar y el fin de la guerra. Con el triunfo del nuevo Washington, el “genio de la guerra que lanzó el ultimo rayo” sobre las fuerzas leales a Fernando VII se clausuraban quince años de la “Sagrada Revolución” que había sepultado la última esperanza del rey español de retener sus antiguas colonias.

En ese lapso, la economía y sociedad mendocina sobrellevaba como podía los enormes costos de la guerra de independencia: las levas militares habían reducido brazos para la labranza y otros oficios, las contribuciones forzosas había larvado los capitales de los grupos propietarios y el comercio libre carcomía las ventas de vinos en el Litoral y Buenos Aires en beneficio de los importados. Una coplita de aquel tiempo lo expresó de la siguiente manera: “Catita vera/ Catita vera/ No hay pan ni plata / porque todita la llevó la Patria”.

Los desafíos que enfrentaba la vida política no eran menores: el colapso del gobierno general en 1820 y la pulverización de la Provincia de Cuyo había exigido a las dirigencias locales instrumentar reformas militares, políticas, administrativas, religiosas, educativas y fiscales. Como era de esperar, los cambios en la esfera educativa y en la religiosa no tardaron en disparar voces disconformes que adquirieron vigor en la prensa, los púlpitos, la calle y la flamante Sala de Representantes, la institución que remplazó el viejo cabildo en base al novedoso principio de soberanía popular y estaba integrada por letrados o propietarios elegidos en comicios celebrados en la ciudad a los que asistían sólo varones adultos con residencia en la ciudad o villas aledañas. Aunque las elecciones de 1824 dieron lugar a disturbios, la Sala consagró a Juan de Dios Correas como gobernador marcando la tónica de la adhesión de la dirigencia local con los grupos liberales porteños liderados por Rivadavia quien había promovido la reunión del Congreso general en Buenos Aires para reconstruir la autoridad nacional y sancionar una constitución que fijara las bases del gobierno republicano y representativo entre las provincias argentinas.

El Eco de los Andes alentó con énfasis la reunión del Congreso y sumó argumentos sobre la discusión que pendía desde la declaración de la independencia de las Provincias Unidas en Sud-América entre monarquía constitucional y republica representativa. Un debate que hizo correr regueros de tinta en Buenos Aires, Santiago de Chile y Londres sobre la oportunidad de conciliar los flamantes Estados independiente con el nuevo orden internacional regidos por los principios del Congreso de Viena. Un debate que había dividido aguas en el Perú sanmartiniano para cuando su ministro Monteagudo la había defendido con énfasis en el seno de la Sociedad Patriótica contra los republicanos liderados por Faustino Sánchez Carrión. Un debate que había nutrido las conferencias que mantuvo San Martín con el virrey La Serna en Punchauca, y lo había conducido a enviar misiones diplomáticas a Europa y a las patrias del sur del continente para promover su adopción en vista a confederar los Estados independientes con un príncipe en el vértice institucional a los efectos de recomponer la antigua unidad y domesticar la lucha entre partidos o facciones por la sucesión.

Pero si la nueva coyuntura develaba la vigencia de la discusión, los editores del Eco trazaron los límites que ofrecía la monarquía constitucional para organizar el nuevo poder independiente. Porque si bien el carácter hereditario de la monarquía tenía la ventaja de impedir disturbios a la hora de elegir la cabeza del Estado, la ausencia de nobleza o dinastías criollas suponía tener que buscar algún príncipe europeo lo que equivalía “vender nuestra independencia”. De allí que juzgaban insensato o quimérico maquinar monarquías constitucionales para la nueva nación. En su lugar, promovían la adopción o “trasplante” de ideas liberales para edificar repúblicas conducidas por gobiernos surgidos de elecciones entre iguales, sin marcas de nacimiento sino derivadas del mérito social o personal. A ello le sumaban un rasgo originalísimo surgido del pasado político reciente: la república representativa a fundar debía combinar el sistema federativo en virtud del fracaso de la constitución centralista que había despertado la ira de los pueblos y de los federales. Pero aquel llamado de atención no fue suficiente para impedir el régimen de unidad previsto en la Constitución de 1826 que desató de vuelta la guerra civil, abrió paso al ascenso del poder autocrático de Rosas y postergó la organización nacional hasta 1853.

* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la Universidad Nacional de Cuyo.

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