El FMI confirmó lo que los analistas económicos ya veníamos anticipando: la Argentina cumplió con las metas fiscales, monetarias y de acumulación de reservas del primer trimestre. Eran objetivos sencillos, aun cuando se hayan utilizado ciertos “trucos” y contabilidad creativa (como diferencias de valuación de la deuda en pesos, por ejemplo) para alcanzarlos.
Pero lo más relevante es que el Fondo habló, fijando posición respecto del programa argentino, en particular respecto del cumplimiento de las metas.
El comunicado admite que los compromisos cuantitativos ya no serán trimestrales, sino anuales, reconociendo, además, los efectos de la guerra en Ucrania sobre la inflación local, sus impactos sobre el aumento en los subsidios energéticos y la “adecuada expansión del apoyo social dirigido a los hogares de bajos ingresos”.
Aparece así un FMI más flexible, que intenta no poner palos en la rueda sabiendo que el segundo semestre del año será mucho más complejo que el primero.
Y más: busca evitar que la discusión política que indefectiblemente aumentará de volumen respecto de su presencia en la Argentina se amplifique por un incumplimiento derivado de un programa inflexible.
Volar, pero por debajo del radar, dando por sentada en forma tácita su responsabilidad política en el endeudamiento argentino.
Resta un año y medio de gestión y este relajamiento del programa responde ni más ni menos que a no complejizar aún más la transición política hasta las elecciones presidenciales de 2023.
Sin embargo, sigue siendo conveniente tener claridad respecto del nivel de cumplimiento trimestral del programa, básicamente por dos razones.
La primera razón: porque el acuerdo es una hoja de ruta que traza un camino crítico para el ordenamiento macro en lo que resta de la gestión, un tiempo considerable desde ya.
La segunda, porque las expectativas privadas pueden desordenarse aún más ante eventuales incumplimientos trimestrales que se acumularán hacia fin de año (las metas anuales no se modifican), realimentando así un contexto a priori complejo en el segundo semestre.
Es sabido que desde ahora el Banco Central comienza a enfrentar un panorama difícil para acumular reservas. Precisamente, la escasez de dólares -y sus impactos sobre las expectativas- prevalecerán en los próximos meses, luego de una “temporada alta” de oferta de divisas (y récord de liquidación del agro) pero con compras netas muy bajas por parte de la autoridad monetaria.
Hasta mayo, el Banco Central apenas logró acumular 980 millones de dólares, frente a 5.700 millones en 2021 hasta el mismo mes. En junio tampoco se estaría viendo una reacción compradora significativa para revertir la tendencia.
Cuando los dólares de la cosecha gruesa desaparecen, empieza la “temporada baja” en la oferta de dólares, a veces en julio y otras en agosto.
Como ejemplo, en 2021 el Central compró un promedio de 34 millones de dólares netos por día en julio y luego pasó a vender 20 millones diarios entre agosto y diciembre.
Esto también sucedió en los tiempos del cepo de Cristina Kirchner, cuando las compras netas fueron muy escasas, en 2012 y 2014 (entre 10 y 15 millones diarios), para transformarse en fuertes ventas netas por 54 millones en 2013 y 81 en 2015.
El contexto de entonces, claro, era otro: había más reservas (en progresiva caída), menos inflación y una brecha cambiaria menor.
Este triángulo de variables clave puede resultar potencialmente explosivo en la segunda mitad del año.
Esa es la razón por la que el Fondo, con un cumplimiento a priori más relajado de las metas fiscales, monetarias y sobre todo de acumulación de reservas, busca no ser culpabilizado como el responsable de una eventual crisis.