“...Porque todas las salas de un museo han de entenderse como espacios pedagógicos” postula el crítico uruguayo Luis Camnitzer en un texto titulado “Sala de espera”, publicado en la colección “Desaprender” del departamento de educación del museo Reina Sofía. Una sentencia discutible que, sin embargo, parece tener mucho peso en la temporada museística 2023 de París, la ciudad que alguna vez se definió como “capital de la moda” y que es por lo tanto experta en buscar nuevos enfoques para volver a poner en escena las glorias de antaño, bajo una luz renovadora. Sirviéndose del cruce entre obras centenarias y el presente y con la explícita intención de dejar alguna enseñanza, se arriba a resultados no siempre significativos. El Grand Palais Inmersif (sucursal ubicada en Bastille del famoso Grand Palais, cerrado por obras hasta 2025) ofrece, por ejemplo, una retrospectiva del afichista checo Alphose Mucha, caracterizada por no presentar un solo trabajo original de este artista clave en la evolución que daría paso al Art Nouveau de París en el XIX. En reemplazo del viejo criterio museístico que garantizaba el mantenimiento del “halo” en torno a la obra de arte a través pedestales, hay pantallas gigantes, juegos interactivos y un puñado de banners colgados del techo. En Montmartre, el pequeño Musée de la Vie Romantique, suerte de templo del romanticismo consagrado al arte del XIX encarnado por Ary Scheffer, pintor propietario de la casa original, y Georges Sand, se toma muy en serio el diálogo entre pasado y presente gracias a una muestra de Françoise Pétrovitch. La obra de esta escenógrafa y artista plástica contemporánea se entremezcla con la colección permanente, dos siglos más antigua, en un combo que, si de contrastes bizarros hablamos, no tiene competencia. Incluso el gran Musée Rodin recurre a la comunicación trasngeneracional con algunas escuetas intervenciones de artistas actuales que asoman entre las piezas del genial escultor con un efecto extraño o ligeramente inquietante. Algo parecido ocurre en la célebre Consergerie, donde se pueden ver desde la lúgubre celda de los últimos días de María Antonieta hasta documentos mucho menos relevantes, como los de la visita de la Reina Isabel y los banquetes que dio París para homenajearla. Para más, la disposición de tablets con imágenes 3D del mismo edifico en el que se exhiben las diferentes piezas, lleva a muchos visitantes a caer en el absurdo de mirar a través de un dispositivo digital aquello que los está rodeando en vivo y en directo.
Hay otros espacios en los que la combinación entre diferentes épocas cumple más exitosamente su función pedagógica, como el Museo Arts y Metiers, que añade a su colección estable de astrolabios, balanzas, cámaras, fonógrafos y vehículos antiguos una muestra dedicada al automóvil que explora el futuro de los autos eléctricos. El Museo de Luxemburgo es, acaso, uno de los mejores ejemplos de las posibilidades expansivas de un trabajo artístico que reverbera en el presente para decirnos algo más, gracias a una muestra sobre la figura de León Monet, hermano del pintor. Empresario textil y coleccionista, León financió el increíble despliegue de talento de Claude, y legó a la posteridad documentos originales que van desde las caricaturas con las que su hermano iniciaría su carrera, hasta algunas obras centrales del impresionismo, pasando por las estampas japonesas que León, especializado en la impresión sobre tela, incorporó a su propia producción. La exhibición llega al extremo de incluir los catálogos originales de los pigmentos producidos por el empresario, que su hermano utilizaría a su vez en su obra plástica. En suma, una conexión sorprendente entre la plástica y las artes industriales que suele soslayarse en los libros de Historia del Arte, expuesta de manera clara y original.
Pero en torno a la idea de contarnos algo que no sabemos mediante el diálogo entre el pasado y la modernidad, es difícil no imaginar una legión de curadores y expertos actuales transformados en aquellos médiums y espiritistas del pasado que, por una tarifa módica, permitían hablar con los muertos en sesiones demasiado cargadas de ventriloquía. Tanto en los casos más logrados como en aquellos que abruman al público con explicaciones y tecnologías de soporte, este diálogo puede obturar, con su afán de enseñanza, la ambigüedad que las obras artísticas nos tienen reservadas. Un acento en lo pedagógico devenido en barrera para las posibilidades de interpretación personal y disfrute sensible. Es que el riesgo de forzar encuentros entre lo que se hizo y lo que se hace, es similar al de las citas a ciegas: concluir en un silencio incómodo