La invasión violenta de Rusia a Ucrania clausuró, de la peor manera, las dudas sobre el mundo que alumbraría tras el par de años distópicos de la pandemia. Los problemas de gobernanza que quedaron en evidencia durante el desmanejo global de la peste presagiaban nubes negras para aquello que se anunciaba como la nueva normalidad.
Un autócrata implacable, Vladimir Putin, notificó al mundo la novedad: la nueva normalidad habrá de parecerse al mundo de los antiguos miedos. Avanzó con tanques y misiles sobre las promesas fallidas del mundo multipolar. A golpes de metralla reinstaló dos polos: el de la sociedad abierta y sus enemigos, para decirlo (con la penosa pero inevitable resonancia de anacronismo) en aquellos viejos términos que supo usar Karl Popper.
Si bien se mira, el escenario de la democracia amenazada había asomado antes de la peste. ¿Puede sorprender este final en manos de Putin a Occidente, tras su propia década fatua de excursión por los populismos? Argentina quedó envuelta en ese torbellino en su peor momento. En medio de una crisis que le es propia y que su sistema político no ha podido procesar todavía, pese a los crujidos indetenibles de su tejido social. El mundo nunca se detuvo a esperar. Ni en las buenas, ni en las malas. Ahora le entrega al país su peor momento, para el peor momento.
Todas las advertencias que se le hicieron a los gobernantes, las leales certeras -y las desleales, pero certeras también- ya son profecía cumplida. No convenía dilatar en el tiempo la construcción consensual de las soluciones. Era un riesgo desmesurado jugar a la especulación de que con el simple correr de los días los problemas desaparecerían sin esfuerzo y por arte de magia.
La responsabilidad del gobierno encabezado por Alberto y Cristina Fernández en ese entuerto es insoslayable. El listado de torpezas y caprichos que han compartido para poner al país en una situación desesperante es a esta altura interminable y está lejos de justificarse, como ellos intentan simular, en convicciones ideológicas. Admitirlo equivaldría a subirle el precio a la ineptitud, cuando no a la venalidad.
La más inmediata evidencia de esa disfunción es en estas horas la política exterior en la que ambos embarcaron al país. Argentina quedó alineada junto a un grupo de marginales violentos y enfrentada a quienes en el mundo reclaman la mínima racionalidad de una convivencia pacífica.
Allí está el país que desgobiernan Alberto y Cristina Fernández, atrincherado junto a Rusia, Cuba, Venezuela y Nicaragua, justificando entre eufemismos y omisiones la invasión y la muerte. Enfrentado con el mundo libre tras la claudicación diplomática más vergonzosa de la que tenga memoria la historia argentina reciente: la del presidente postrado ante Vladimir Putin, cuando éste ya había resuelto detonar Europa a sangre y fuego. Ni China se animó a explicitar sus solidaridades tan lejos. No lo necesita: es el valedor global de la nueva bipolaridad que Putin ejecuta.
Si se pone este grave extravío de política exterior en la perspectiva de la urgencia central de la coyuntura argentina, que es la necesidad de acordar con el Fondo Monetario una salida al estrangulamiento inminente de las cuentas externas, lo que se obtiene es una imagen que aflige: el Gobierno resolvió anticipar un default diplomático en medio de las negociaciones en la que dice buscar una salida al default de la deuda con los países que integran el principal organismo multilateral de créditos.
Por el momento, el Gobierno llegará a la apertura de sesiones del Congreso Nacional con los papeles del acuerdo que anunció con entusiasmo todavía en borrador. Pide el acompañamiento del Parlamento para legitimar la toma de un nuevo empréstito que reconfigure al anterior. No hay señales claras de las condiciones que se compromete a adoptar, porque no tiene ni siquiera el consenso interno para definirlas.
En el núcleo de esta improvisación hay un conflicto que excede las diferencias explícitas entre Cristina Kirchner y la Casa Rosada. La conducción del FMI está admitiendo un acuerdo sin demandar reformas estructurales porque sabe que el actual Gobierno lo incumpliría desde el día cero. Más bien propone, no sin críticas internas, un acuerdo que impida el derrumbe completo de la economía argentina cuando aún falta un trecho largo para el final de los mandatos actuales.
Cristina Kirchner no quiere esa propuesta, sino una que le garantice -además de la supervivencia del engendro que armó con la presidencia vicaria de Alberto Fernández- condiciones económicas competitivas para la extensión de su proyecto político más allá de ese horizonte. En esa contradicción dramática entre la supervivencia del país y su propia perpetuación política, yace la extorsión a la que tiene sometida no sólo a su coalición, sino al conjunto del sistema partidario.
Alberto Fernández nunca tuvo la intención, ni tampoco la altura, para sacarse esa soga del cuello. La oposición que ganó las elecciones el año pasado tampoco alcanza a señalarla con claridad. Desde su triunfo ha tenido más experiencias significativas de fragmentación que de acumulación consistente. Como si el tamaño de la crisis fuese a aminorar con el anuncio cotidiano de flamantes interbloques y nuevas mesas asamblearias para la toma de decisión.