La Argentina está en las manos de Janet Yellen, la poderosa secretaria del Tesoro de los Estados Unidos. De su decisión depende que el país pueda refinanciar en las próximas semanas una deuda a la que ya no tiene con qué hacer frente en los plazos y montos acordados en 2018.
Yellen es la jefa de los funcionarios estadounidenses que se sientan en el directorio del Fondo Monetario Internacional y evalúan la situación de cada país endeudado con el organismo. Por proporción de votos, Estados Unidos se reserva el derecho al veto. Sin su respaldo, nada camina. La configuración del organismo es la misma desde 1944, en Bretton Woods.
La negociación entre la Argentina y el FMI para refinanciar la deuda (que hoy es de 40.952 millones de dólares) llegó a un punto de estancamiento total. Y en el Gobierno crece la desesperación, porque un fracaso podría espiralizar dramas micro y macroeconómicos ya existentes: otro default; devaluación abrupta; más inflación; y una nueva recesión.
Para no romper lo construido hasta aquí con el staff técnico del organismo, el Gobierno seguirá pagando vencimientos. Pero la escasez de divisas es tal que ya no alcanza con buena voluntad. La Argentina se está quedando sin reservas netas, ve reducirse a un mínimo casi inverosímil su liquidez externa. La situación es apremiante.
El viernes hay que pagar 731 millones de dólares al FMI. Y unos días después, el 2 de febrero, otros 368 millones. Una vez que haya hecho esos dos desembolsos, el país ya habrá pagado 9.057 millones de dólares, el 20% de lo que había depositado el organismo entre 2018 y 2019. Hasta aquí se viene cumpliendo sin retrasos.
En el Gobierno hay dos decisiones que claramente siempre pueden cambiar: la primera es pagar hasta que haya acuerdo; la segunda, llevar la presión al máximo posible para que el FMI y Estados Unidos acepten la propuesta local. Es una estrategia riesgosa. La decisión final sobre si se cambiará o no de postura saldrá de una reunión a solas entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
Cristina, mentora y jefa política del Frente de Todos, no está dispuesta a convalidar un ajuste fiscal como el que pide el Fondo para que el país deje de vivir de prestado. En 2021, el déficit fiscal primario superó el equivalente a 14.000 millones de dólares y el total –con intereses de deuda incluidos- sobrepasó los 20.000 millones de dólares. Es el tamaño del agujero.
Como este año el Banco Central acelerará la devaluación del peso y la recaudación seguirá en alza –por mayor actividad económica y, eventualmente, mayor inflación-, la dependencia de más endeudamiento se irá licuando. Pero la Argentina seguirá por varios años más sin poder hacer frente por sí sola al gasto que registra.
La exigencia del FMI es contundente: déficit cero antes de 2025. Pero el Gobierno, que se ilusiona con una reelección de Fernández, señala que no puede llegar a esa meta antes de 2027 sin resentir el crecimiento económico, dado que el Estado juega un rol decisivo con su política fiscal expansiva como combustible del consumo (que representa el 70% del PIB).
Hasta noviembre había un acuerdo a nivel técnico. El gobierno preveía enviar el Plan Económico Plurianual –producto de esas negociaciones- al Congreso en la primera semana de diciembre. Pero aquel borrador fue puesto sobre la mesa del Tesoro estadounidense y todo se paralizó.
Ahora, el Fondo no solo dice cuánto hay que gastar sino también la forma de gastar, dado que pide una reducción vertiginosa de los subsidios y un reacomodamiento acelerado de los precios relativos. El concepto de “normalizar y tranquilizar la economía” tiene interpretaciones muy distintas en Washington y en la Casa Rosada.
Cristina Fernández y el ministro de Economía, Martín Guzmán, no aceptan una reducción abrupta de los subsidios porque eso, sostiene, convalidaría una penalización a la demanda interna, cuando los ingresos de los argentinos vienen de sufrir una paliza contra la inflación que los ha desmoronado ininterrumpidamente desde 2016.
Esa penalización a la demanda, para Cristina, no solo acabaría con el ciclo de recuperación tras el colapso de 2020 por la pandemia sino que comenzaría a poner fin al proyecto oficialista de buscar la continuidad en el poder más allá de diciembre de 2023.
La preocupación no es la misma en el despacho de Yellen. Allí hay dos cuestiones centrales que determinan una posición: la primera es que el FMI debe cobrar lo que prestó; la segunda, que los fondos de inversión estadounidenses que reestructuraron los bonos argentinos que tenían en cartera en 2020, también deben cobrar.
En eso está Yellen, quien tiene como consejero principal para los Asuntos Internacionales nada menos que a David Lipton, el ex número dos de la francesa Christine Lagarde en el FMI e impulsor del crédito que el organismo le dio a la gestión de Mauricio Macri en 2018, con un cronograma de vencimientos imposible incluso si no hubiera existido la pandemia.
De este punto de inflexión saldrán en pocas semanas las novedades sobre la deuda del país y cómo se configurará el escenario para la economía argentina en los próximos años, lo que a su vez determinará por la fuerza qué y cómo pagará o no la Argentina.