Alberto Fernández llegó de la oposición al Gobierno con una ecuación electoral: sólo con Cristina, no alcanzaba. Sin ella, tampoco. Esa fórmula le sirvió para ganar. ¿Es funcional para gobernar?
La cuestión es crucial desde que el Presidente se abrió a sí mismo un conflicto al entrar con un garrote en la empresa Vicentin.
Acaso no pensó que la medida le abriría frentes que tenía medianamente controlados.
Tambaleó su relación con el empresariado. Hubo fricciones con aliados externos, como Roberto Lavagna, e internos, como los gobernadores de la zona agroindustrial. Plantearon sus dudas los negociadores de la deuda en default.
Y en especial, se plantaron los votantes, abrazando a la empresa en crisis. No por sus dueños, sino por su significado como capital social. Prefieren confiarlo a la evolución de la iniciativa privada, antes que a la gestión de estatizadores cuyo prospecto de fracasos y chanchullos ha sido más que notorio y reciente.
El conflicto Vicentin cristalizó además una duda central para el proceso político: ¿quién está gobernando?
Dicho en los términos menos conclusivos que prefiere utilizar el Presidente: ¿le sirve al país que él se aferre a aquella fórmula electoral adonde toda solución se incuba o se aborta adentro de la burbuja de su relación con Cristina?
El tamaño de la crisis ¿aguanta ese altísimo grado de encapsulamiento?
La pregunta es pertinente: además de la ofensiva sobre Vicentin, la vicepresidenta aceleró una ofensiva judicial sobre la oposición de manera exponencial. Ya no sólo en busca de su reivindicación personal y política. Promueve la persecución y condena efectiva de sus adversarios. La oposición se reagrupó para defenderse y lanzó su advertencia más dura desde el inicio de la actual gestión.
De la tregua del coronavirus, la política pasó a la guerra judicial abierta.
¿No hay nuevo fracaso social para leer allí?
Una hipótesis probable es que el agravamiento de la crisis económica y social -que precedió a la pandemia y se profundizó con ella- ha detonado aquella lógica de equilibrios que constituyó a la fórmula gobernante.
Lo primero que se detecta es que se impuso la propiedad de los votos y la mayoría de recursos institucionales que acaparó Cristina en los poderes del Estado. Es la superficie. Por debajo se observa la fricción entre dos imaginarios apenas distintos. El del Presidente y el de Cristina. Ambos insolventes para enfrentar una sola realidad: la profundidad de la crisis.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pronosticó una caída de la economía argentina de 8,2 por ciento si la pandemia se controla. Podría llegar hasta un 10 por ciento del producto, si se registra un segundo brote pandémico. La previsión de la OCDE para Argentina es la peor para toda América Latina.
La fórmula Fernández, que llegó al poder con el voto castigo por la economía, tendrá que administrar en el corto plazo resultados peores a los que heredó.
El imaginario cristinista frente a ese desafío se condensó en dos documentos públicos. El texto de La Cámpora sobre Vicentin y el video de Cristina sobre las causas de espionaje interno. Son rigurosamente complementarios. Sugieren que al país lo reconstruirá sólo una parcialidad política. Y siempre que antagonice abiertamente -y por todos los medios- con la parcialidad opuesta. La antipatria es el otro. La reconstrucción argentina será una tarea esencialmente unilateral.
Todos los datos de la crisis hacen presumir que con ese imaginario no alcanza.
Cada vez que habla, el imaginario del Presidente parece seguir siendo aquel de los orígenes: sin Cristina se queda sin cimientos. Se expone al hostigamiento de una estructura política que lo excede con amplitud. Pero con Cristina sola, no alcanza. El imaginario albertista siempre fue el de una resolución pactada de la crisis.
También en este caso puede ser un imaginario insuficiente. Afirma que es una tarea multilateral, pero sólo aspira a resolverse dentro del oficialismo. ¿Y si el principal condicionante de la crisis fuese, precisamente, que sólo con Alberto y Cristina no alcanza?
Como lo que se percibe es que Cristina está imponiendo su visión unilateral y la visión del pactismo embrionario de Alberto Fernández se diluye, crece la sensación de que a la crisis económica y social, la política le está sumando desatinos de su propia cosecha.
Si se admite la comparación, ese equilibrio alterado en el oficialismo provoca un efecto físico: tensiona a la sociedad, dispara desplazamientos y obliga a una reconfiguración opositora. Denunciado por Cristina, Mauricio Macri siempre gana terreno, aun en silencio.
Con su anuencia, Patricia Bullrich está conduciendo al PRO con una impronta distinta a sus antecesores: alinea lo disperso. Miguel Pichetto le ganó la pulseada al radicalismo y auditará las cuentas de Alberto Fernández. Y parte del electorado macrista se agita proponiendo una salida para el país, tan unilateral como la opuesta: con un Alberto Fernández tan distante y autónomo de Cristina que no sería, en rigor, el mismo que ganó la elección.
Es parte del problema frente a la magnitud de la crisis.
Otro imaginario imposible.
*Autor de Nuestra Corresponsalía en Buenos Aires