El fin de un año no necesariamente coincide con el fin de un ciclo. Diciembre, que por su etimología debiera ocupar el décimo lugar en el calendario, quedó último y es al que le toca apagar la luz. Es tiempo de alineación y balanceo. Digo balanceo porque en este mundo convulsionado por un virus disruptivo seguimos intentando encontrar ese equilibrio necesario para detener tanto vértigo; el punto justo donde convergen por fugaces instantes coordenadas y dirección.
El mes de diciembre alberga fiestas y celebraciones, es de esperar que la alegría ocupe un lugar de privilegio en cada hogar, pero fueron meses duros y mostrarse despreocupados en medio del desconcierto y la nostalgia se vuelve inverosímil. No podemos estar ajenos a lo ajeno. Permanecer indiferentes e insensibles ante un otro está fuera de discusión. Nos lo dejó en claro un microscópico virus: el otro soy yo, pero ahora es la primera persona del plural la que se tornó indispensable, no el otro o lo otro sino nosotros.
Todavía no queda claro hacia dónde va a ir el mundo pero se hace cada vez más diáfano que es en manada. Aún es temprano para entender esta nueva materia que nos impuso la pandemia que bien podría llamarse “comprensión de catástrofe antinatural” I y II. O “maneras novedosas de cohabitar un mismo planeta”.
Hace falta tiempo para ubicar en alguna categoría a este modo arrasador de certezas en que venimos funcionando desde principios del año pasado. La inesperada pandemia nos atravesó y es pronto aún para sacar conclusiones. Aun así y en medio de la instalada incertidumbre llegó diciembre, el mes que ocupa azarosamente el último lugar. El que hospeda fiestas y celebraciones. El mes de las corridas y los recorridos. El del nerviosismo extremo y el anhelado oasis de quietud. El que aviva la nostalgia por los que se fueron y echa a rodar lágrimas por los que ya no están. El mes de los cierres y los finales. El que trae, también, esperanzas de paz y deseos de renovación.
Diciembre, que en su pesebre universal nos recuerda que grandes cosas pueden nacer en medio de la aridez extrema. Que de las penas y el desasosiego pueden surgir frutos nuevos. Que lo que se gestó en la oscuridad y el silencio puede hacerse música. Y lo que permaneció inmóvil puede devenir en danza.
¿Cómo vamos a recibir este regalo a estrenar?
¿De qué nos gustaría impregnar a esos minutos que empezarán a darse a luz apenas suenen las doce campanadas? ¿Qué miedos infundados dejaremos ir en la noche vieja para que renazca la fe?
Creer pudo haber sido un don otorgado a unos pocos antes de que el planeta convulsionara pero ahora se torna un bien esencial. Creer es de suma urgencia y de extrema importancia. Es el verbo que oficia de barca en estos tiempos de transición. Porque así estamos, en tránsito. Dejamos atrás las orillas conocidas para adentrarnos en un océano incierto que, confiamos, nos depositará en una nueva tierra. Por eso es necesario creer. Porque la fe es el viento que soplará a nuestro favor y que empujará las velas en la dirección adecuada.
“Que suceda como has creído” profetizan las escrituras. ¿Dónde depositaremos nuestra esperanza? ¿Cuál será la apuesta de fe que haremos de cara al futuro? ¿Qué fuerza nos moverá a partir de ahora en esta aventura que llamamos vivir?
Nos gusta pensar que la vida tiene un sentido. O que debiera tenerlo. Pero al sentido hay que encontrarlo y, antes de eso, hay que buscarlo.
Diciembre es un mes propicio para indagaciones. Antes de darle la espalda al año que se va hagamos una inmersión en esas aguas en que navegamos y pongamos a flote la capacidad inagotable que tenemos los seres humanos de volver a confiar y ponernos de pie.