“Se está poniendo de moda, en toda la capital.
El vaivén del sucu sucu, Sucu Sucu te voy a dar.
Canción popular de los años 60.
Es tan zigzagueante, contradictoria y banal la política exterior argentina que a veces en su mismo bamboleo le toca decir cosas correctas, como en el día de ayer donde el presidente Alberto Fernández pareció haberse curado de sus efluvios etílicos, de la borrachera de poder (o de no poder) que le produjo codearse con dos de los hombres más poderosos del mundo, los presidentes de Rusia y China.
Acaba de afirmar algo que frente a sus colosales errores internacionales (que ya llevan dos años de torpezas infinitas), le vienen advirtiendo desde todos lados: que en política exterior no hay amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes, los nacionales. Ayer lo repitió casi textualmente, ahora falta ver si lo ha entendido como no lo entendió hasta ahora que hizo todo lo contrario. Esperemos que no sea un mero vaivén.
El viaje de Alberto a Rusia y China fue una suma de papelones extraordinarios (de tan ordinarios) como el viaje que hizo Cristina a a Harvard cuando les dijo a los estudiantes que no sean vulgares porque Harvard no es La Matanza y que ella se hizo rica como abogada exitosa.
Ahora Alberto propuso ser el caballo de Troya de Rusia en América Latina, le pidió a Putin que lo ayude a pelear contra los Estados Unidos y el FMI, a la vez que le explicó a Xi Jinping en China que el peronismo y el maoismo eran la misma cosa, mientras el embajador argentino (que es el hijito del jefe monto Vaca Narvaja) le cantaba al presidente chino una vieja canción maoista en idioma mandarín.
Y para rematarla, frente a tales delirios que Putin y Xi Jinping deben haber escuchado perplejos, Santiago, el nietito de Antonio Cafiero, confundió perplejidad con admiración y declaró muy suelto de cuerpo que el presidente argentino, como la canción del Sucu Sucu, se está poniendo de moda: “Se ha despertado un interés en escuchar a Alberto Fernández en el mundo y eso se ve”, sostuvo el canciller quien debe andar mal de la vista.
Pero a no sorprenderse, la Argentina es ese país en el mundo que tiene de embajador en Nicaragua a un íntimo amigo del dictador Daniel Ortega y su dictadorísima esposa, llamado Daniel Capitanich, hermanito de aquel ex jefe de gabinete que rompía diarios frente a las cámaras de televisión.
Y en la OEA nuestro embajador es Carlos Raimundi, un admirador confeso de Nicolás Maduro y el régimen chavista venezolano.
Frente a todos esos especímenes, el único embajador que sabe algo de política internacional, el que está en Estados Unidos -Jorge Argüello- debió hacer malabarismos para que las correrías presidenciales y de su singular séquito no alteraran equilibrios económicos y políticos alcanzados trás arduas negociaciones que costaron meses de esfuerzos. Una gota de sensatez frente a tales mares de locura. Como las declaraciones de ayer de Alberto que parece haberse dado cuenta del lío que armó, acerca del cual desde la presidencia de los Estados Unidos le insinuaron sutilmente y en discreto off que se dejara de jorobar. Lo que nuestro asustadizo presidente parece haber escuchado. Aunque eso le impida seguir estando de moda en el mundo como quiere Cafierito.
Si bien Alberto Fernández no es un dechado de virtudes, aún así cuesta entender la suma inconcebible de errores que cometió en su importante gira internacional, que no lo haría ni un principiante. Pero allí es cuando aparece un doble preconcepto:_ uno basado en el ideologismo que sobre todo lo obnubila en temas que van más allá de los nacionales. Y el otro motivado por la insólita dependencia conceptual y de poder con respecto a Cristina Fernández.
El primer mandatario argentino se fue de gira con una visión internacional absolutamente ideologizada pero sobre todo atrasadísima. Lo suyo se sostiene en las ideas de los tiempos de la guerra fría y por eso pretende que los países excomunistas lo defiendan del mundo capitalista. Pero a la vez lo hace en una versión muy oportunista ya no previa a la caída del muro de Berlín sino propia de la picaresca nacional, cuando un día le pide a Estados Unidos que lo ayude con el FMI y al otro día le pide a Rusia que lo ayude contra Estados Unidos. Para al final, complicando todo, aclara que él no tiene nada contra los Estados Unidos de Joe Biden, sino contra los Estados Unidos de Donald Trump, partidizando la política exterior norteamericana como él hace con la argentina.
El problema se agrava aún más cuando vemos que a esta ideologización demodé, Alberto le suma su personalidad Zelig, aquel personaje que no sólo le dice al que tiene enfrente lo que éste quiere oir, sino que además se transforma en una copia de ese que tiene enfrente. Pero nuestro presidente no se queda simplemente allí, en la mera copia de un personaje creado por Woody Allen, sino que deviene en un Zelig mediado por Cristina Fernández, vale decir, doblemente dependiente, del que tiene enfrente y de la que se encuentra dentro suyo, dominando su mente y su alma de una manera pocas veces vista en la historia.
Porque, en última instancia, de eso se trata, de que Alberto Fernández, el presidente designado por Cristina Fernández hace política exterior pensando en las menudencias de la política doméstica. No sólo se transforma él en la persona que tiene enfrente, sino que transforma a la persona que tiene enfrente en una copia de Cristina y le habla como si le estuviera hablando a ella.
Es una actitud psicológica que sólo merece ser tratada en una columna de política en la medida en que la padece quien es la figura formalmente más importante de la República, ya que es un simple caso de dependencia extrema, que en esta ocasión está motivado por temor y oportunismo en iguales cantidades de dosis.
Un claro invento frankensteiniano gestado por una persona con mucho poder que puso a gobernar a otra persona sin ningún poder. Y al cual, por otro lado, no piensa prestarle, aunque pudiera, ni la más mínima parte del poder que ella detenta.
Cristina ya lo dijo explícitamente en una de sus últimas cartas: arreglen con el FMI el desastre que hicieron, pero háganlo entre ustedes, los albertistas porque hace dos años que malamente gobiernan y los macristas porque ellos fueron quienes nos endeudaron. A mi no me metan en sus problemas.
Con esa perversa lógica en que Alberto recorrió el ex mundo comunista: diciendo lo que Cristina quiere oir para que le deje hacer lo único que se puede hacer. Aunque el dicho y el hecho sean exactamente lo contrario.