“Ya no sé qué más nos va a pasar a los argentinos”. El Presidente de la Nación desgranó esa frase con resignación. Aludía a la ola de calor que azota a la región. Nadie conoce el futuro. Pero la expresión de Alberto Fernández no era una queja por esa incertidumbre propia de la condición humana, sino una protesta por una nueva fatalidad que pone a prueba la administración que le encargó Cristina Kirchner, de reposo en El Calafate.
Las temperaturas desmesuradas son en verdad extraordinarias, pero no por completo imprevisibles. Provocaron una crisis del sistema eléctrico que se ensañó con los principales centros urbanos y hubo protestas contra las empresas encargadas de la distribución del servicio. En especial contra las metropolitanas Edenor y Edesur. La reacción del Gobierno fue acorde a sus reflejos. Decretó otro asueto para sus empleados; intentó disimular que en el mercado de las prestadoras impera su política innegociable -el capitalismo de amigos-, y aprovechó para colar, con menos detalles que apuro, un nuevo convenio de inversiones chinas.
El apagón que expuso a cientos de miles de argentinos a la impiedad del calor sin energía eléctrica desnudó además que las tarifas subsidiadas no sirvieron para mejorar las previsiones y prestaciones de las empresas de energía. Como ocurrió con YPF en su momento, saltarán a mediano plazo las evidencias del destino de esos fondos que en lugar de invertirse en mejoras terminaron enriqueciendo a socios informales.
La ola de calor y la crisis energética pusieron sobre la mesa el enorme costo fiscal de los subsidios eléctricos y su ineficiencia, en un momento particularmente inadecuado para el Gobierno: mientras se discute la deuda con el FMI. Es decir: justo cuando la realidad le reclama al oficialismo que deje de especular con el retraso tarifario.
El clima impiadoso expuso otra realidad, acaso más desagradable: la sequía. El campo perderá por el clima unos 13 millones de toneladas de maíz y soja. Para el fisco, eso equivale a unos 2.600 millones de dólares menos en ingresos por exportaciones. Menos reservas, mayor brecha cambiaria, más presión devaluatoria.
Las tarifas planchadas y el dólar prohibido. Las dos anclas que el Gobierno intentó mantener fijas para reconducir todo el esquema de precios relativos son arrastradas por una misma marea imprevista. Una fatalidad, para usar la terminología de Alberto Fernández, que nada tiene que ver con exigencias del Fondo.
Pero la respuesta a aquella pregunta inicial que se formuló el Presidente puede ensayarse involucrándolo. ¿Qué otra plaga de Egipto podría abatirse sobre el país? Pues un mal gobierno. Uno que no se dedique a solucionar los problemas sino a relatar calamidades, improvisar excusas, renunciar a las responsabilidades propias adjudicándoselas a sus adversarios, imaginar conspiraciones globales contra la singularidad del milagro argentino.
En ese sendero de equívocos bien puede sumarse la negación de las evidencias. Alberto Fernández y Cristina Kirchner prometieron para 2021 una inflación anual de 29 puntos y cosecharon más de 50. Para el Presidente, ese registro es prueba de un camino descendente para los precios en llamas. Será interesante observar cómo su gobierno sostiene ese argumento cuando sus socios sindicales se lo reclamen en paritarias.
Hay con todo, una responsabilidad que atañe más a la conducción política de Cristina Kirchner que a la torpeza comprobada del presidente vicario. Ese extravío que acelera la crisis es propulsar una agenda contraria a las soluciones por simples prejuicios ideológicos. La vicepresidenta recibió en su descanso patagónico al gobernador Jorge Capitanich. Es improbable que ambos desconocieran las andanzas del hermano de Capitanich que representa a la Argentina como embajador en Nicaragua. El Capitanich de segunda selección puso al Gobierno en un aprieto mayúsculo al convalidar con su presencia no sólo la cumbre de dictadores que se reunió en Managua, sino el abrazo de esos socios diplomáticos con un funcionario iraní de captura recomendada por Interpol por compartir la autoría intelectual del atentado terrorista contra la Amia.
A pocas horas de la reunión del canciller Santiago Cafiero con el secretario de Estado norteamericano Anthony Blinken, ese entuerto venido de El Calafate implicó una declaración tajante de Brian Nichols, el funcionario de Blinken que atiende los asuntos del hemisferio occidental.
Nichols subrayó el hecho: en los fastos dictatoriales de Daniel Ortega y Rosario Murillo, estuvieron el cubano Miguel Díaz Canel, el venezolano Nicolás Maduro y Mohsen Rezai, un iraní implicado en el atentado contra la Amia en Argentina. “No se puede mirar para otro lado”, reflexionó Nichols. Ya se sabe cuál será la primera pregunta de Blinken a Cafiero. También la segunda y la tercera: la gira de Alberto Fernández hacia Rusia y China, las dos potencias que juegan por detrás de aquella gavilla de tiranuelos. De modo que la pregunta de Cafiero -si Estados Unidos respaldaría un acuerdo liviano con el FMI- entrará con suerte en el cuarto lugar de la entrevista, cuando los ujieres de Blinken comiencen a señalar discretamente las manecillas de su reloj.
Esas desventuras de fácil predicción, no son calamidades imprevistas destinadas a la resignación narrativa de Alberto Fernández, sino consecuencias lógicas de los desquicios diplomáticos que le recomienda su jefatura política.