En soledad -que es su estado de existencia y de ánimo cada vez más frecuente- el Presidente de la Nación, Alberto Fernández tomó la decisión de implementar las nuevas medidas que incluyen suspender por 15 días las clases presenciales. No le avisó ni siquiera a su ministro de Educación que ese mismo día aseguraba que las clases no se interrumpirían.
Parece el primer mandatario haber actuado con bastante desesperación ante una realidad que no puede doblegar ni siquiera mínimamente, porque a una gestión sanitaria bastante deficiente que incluso se llevó puesto un ministro en pleno combate contra el coronavirus, se le agrega que no llegan vacunas porque la mayoría de las previsiones y gestiones fallaron pese a los triunfalismos primerizos. Y para no ser menos, todo queda surcado bajo el lazo férreo de la ideología en el peor de sus aspectos.
Cuando empezó la pandemia, uno de los principales ideólogos K y líder del grupo Carta Abierta, Horacio González, ex director de la Biblioteca nacional, criticó a la gente que fue a protestar al obelisco diciéndoles que “defienden una suerte de libertad contra el Estado en una situación específica en que el Estado encarna la libertad. La libertad que sostienen ellos encarna una forma de opresión desconocida por ellos mismos: darle más oportunidades a la estadística funeraria”.
El estilo en enrevesado como todo lo de este intelectual, pero no por ello deja de ser claro el contenido que traducido dice así: con la cuarentena el Estado kirchnerista defiende la libertad y los que la critican encarnan la opresión y sobre todo la muerte.
De esa ideología que Cristina y Kicillof compraron a cuatro manos emana la célebre frase de Alberto Fernández en la que dijo que si en su lugar hubiera estado Macri se hubieran obtenido 10 mil muertos. Cuando estamos llegando a los 60 mil. Estaba defendiendo la cuarentena eterna que no redujo en nada la mortandad sino que la atrasó un tiempito para luego seguir coleando vivita y campante por los territorios de la argentinidad.
Esa ideología es la que hoy vuelve a aparecer con el cierre de las escuelas. Es la que defienden los sindicalistas docentes de Baradel y de la cual el gobernador y los ministros de la provincia de Buenos Aires se han transformado en sus cultores.
Es terrible porque es la ideología contra la realidad. Ellos defienden la cuarentena sin comprobación alguna más que la convicción de que el Estado con ella encarna la libertad y los que quieren salir de sus casas son gorilas o algo parecido. Incluso los chicos que van a la escuela y los padres que los llevan, aunque las aulas sean el lugar de menor contagio. Pero a ellos no les importan los datos, están ciegos de tanto fanatismo. Es un debate peligrosísimo porque es más religioso que científico.
Hace ya tiempo que Alberto dejó de tener criterio propio en cualquier medida. Amaga un poco escuchar algo pero siempre decide en base a los criterios que impone Cristina. Y ni necesariamente porque ella se lo ordene explícitamente, sino en tanto él interpreta que eso es lo que ella quiere. Acá con lo de la escuela ha hecho lo mismo, ha impuesto la más dura ideología K en el área hoy más sensible en el espíritu popular porque la sociedad no está dispuesta a perder un año más de clases. Y estas medidas avanzan hacia esa tendencia.
Con un presidente que ya no escucha a nadie, reta a todos e interpreta a Cristina para actuar según lo que supone ella quiere, algo muy parecido al desgobierno está ocurriendo en la Argentina porque nadie manda, o mejor dicho mandan las ideas de la vicepresidenta por intermedio de una interpósita persona que al ejecutarlas literalmente se está quedando sin autoridad.
Con las decisiones que tomó ayer el presidente fortaleció esas presunciones tan desafortunadas, justo en el momento en que se necesita timón firme y un único conductor que sepa escuchar a todos y decidir con justeza y equilibrio frente a un virus que está haciendo estragos por sí mismo en todo el mundo. Pero al que algunos gobiernos ayudan más y otros menos. Y nosotros no estamos entre los que lo ayudamos menos.