Los argentinos estamos en problemas: los peronistas han construido un instrumento fallido para gobernar y la oposición aún no tiene listo el suyo, si es que alguna vez lo tendrá. Estamos en un momento de transición, pero de transición hacia ningún lado.
Existe hoy en el oficialismo una diferencia crucial entre mandar y gobernar no ocurrida nunca antes. No se trata de que una reina y el otro gobierna, sino que ella manda y el otro ni gobernar puede. Porque no se puede gobernar sin mandar, al menos un poco, y Alberto cada vez manda menos si es que alguna vez mandó. En cambio ella manda sin gobernar porque no se hace responsable de nada de lo que pasa en el gobierno. Aunque se haga todo lo que ella quiere o insinúa, si sale mal siempre es culpa de sus ejecutores, de los funcionarios que no funcionan, y ella no se compromete prácticamente en casi nada.
Cuando ocurrió lo más parecido, la de Cámpora al gobierno, Perón al poder, en 1973, el tío Cámpora siempre se consideró un mero testaferro del General por lo que se sentía orgulloso de ser mandado, aunque Perón ni así lo aceptase. Y cuando le demostró claramente que no lo aceptaba, Cámpora renunció. En cambio, ahora Cristina no quiere que Alberto renuncie pero tampoco que mande. Se conforma con hacerle la vida imposible y que siga pagando el costo de ese desgobierno que se produce porque están separados el mandar del gobernar. Para colmo, mientras más hace Alberto Fernández por complacerla, más lo critican. Mientras más cede más le piden, no hay respiro.
Se le anima Sergio Berni diciéndole que él estuvo siempre con ella hasta cuando Alberto “cascoteaba a Cristina”. Se le animan Hebe y Grabois que le piden que no sea traidor y que rompa con el Fondo. Y todos se le animan porque los manda Cristina. La insurrección contra el presidente que no quieren que sea, está planteada.
¿Qué es lo que efectivamente pasó para que llegáramos a este momento tan dramático?
Al inicio, el gobierno se armaría -en la imaginación y expectativas de Alberto- bajo una metáfora corporal: Cristina sería el corazón porque puso todo el sentimiento de su pasión para ganar. El cerebro estaría compartido entre las ideas de ella y las críticas de él debidamente sintetizadas, de allí debería surgir una conciliación apta para gobernar con límites mutuos. Ni él sería un nulo ni ella tendría todo el poder. Ambos aprenderían de ambos y así sintonizarían entre sí.
La columna vertebral del gobierno sería Alberto en su carácter de presidente de todos porque uniría todas las partes del cuerpo que sin él estaban divididas, sueltas, ya que Cristina no era capaz de unificar.
Y el gobierno serían los órganos ejecutivos, manos, piernas, etc. Gobernaría Alberto pero sería apoyado también por brazos y piernas cristinistas en convivencia con los suyos.
Era una forma más o menos armónica de reconstruir un movimiento justicialista donde el kirchnerismo no fuera todo el peronismo pero sí todas las partes se aceptaran y luego dirimieran democráticamente el papel relativo de cada uno en el todo.
La idea sonaba interesante y novedosa. Un barajar y dar de nuevo olvidando viejos agravios, incluso gravísimos, en nombre de nuevos acuerdos. Una nueva forma de conducir el peronismo sin kirchnerismo, no kirchnerismo ni antikirchnerismo enfrentados, sino conciliados en pos de un proyecto que los contenga a todos. Eso compró Alberto e incluso se consideró el arquitecto de su construcción... Hasta que se dio cuenta que Cristina jamás pensó en eso ni siquiera para ganar. Ella lo único que quería era conseguir votos como fuera sin comprometerse a nada, para eso estaba Alberto. A Massa lo convocó él, no ella. Y así a tantos otros despreciados por Cristina y que siguen siendo despreciados. Ella jamás olvida, no es que haya autorizado esas inclusiones, solo no dijo nada, dejó hacer. Es que ella quería ganar no sólo para liberarse de sus cargas judiciales sino para reconstruir el kirchnerismo exactamente como lo dejó cuando ganó Macri, incluyéndole la herencia monárquica a través de su hijo Máximo.
Hubo ingenuos que supusieron era una mujer cansada que solo quería que la dejen en paz a ella y sus hijos y no aspiraba más que librarse de sus problemas judiciales cuando más y luego jubilarse. Pero esa mujer supuestamente cansada hace un año y pico que viene avanzando en el camino de recuperar la totalidad del poder con prisa y sin pausa. Y hace un año que Alberto viene fallando en construir el proyecto del cual supuso era socio. Cada vez más Cristina es el centro del poder nacional y Alberto su periferia o ni siquiera eso.
Alberto creyó poder ser, gracias a su investidura, el demiurgo institucional que contendría dentro suyo a todos incluso a la parte principal que le dio la mayoría de los votos y que conducía la dirigente política más importante de la coalición, más importante incluso que el presidente; pero él era el único que la podía contener en el todo. Porque ella no podía ser el todo. Esa era la esperanza de Alberto. Pero ella se rebeló contra ese modelo institucional que estaba en la cabeza de Alberto pero jamás en la suya, y empezó a exigir que sus demandas fueran las de todo el gobierno.
Al principio Alberto trató de mantener algunas diferencias entre él y ella convencido de que eso también le convenía a Cristina para demostrar pluralidad y sumar más adhesiones. Pero luego advirtió que ella estaba furiosa con ese modo de actuar de él y de a poco fue cediendo hasta que ahora cedió todo. Ya no queda nada de aquel Alberto que ni siquiera llegó a ser, sólo pretendió serlo sin poder. Hoy solo acata lo que le ordenan y si no trata de obedecer lo que cree ella piensa que él debe hacer, y si ni siquiera eso puede entender, sobreactúa por las dudas. Se hipercristiniza.
Es muy importante para él ser presidente. Quiere permanecer en ese cargo que siempre soñó poseer pero al que nunca imaginó llegar. Permanecer con poder o sin él. Pero ella no soporta eso, en realidad ya no le soporta nada. Ni que tenga poder porque la podría desafiar, ni que no tenga poder porque así no puede gobernar o todo lo hace mal. Por ende, todo es contradicción, no hay punto posible de acuerdo. Además tampoco él se puede ir ni ella puede dejarlo ir, al menos aún. Callejón sin salida.
El poder omnímodo choca con el poder vacío y eso solo produce antipoder. Ni uno ni otro pueden hacer lo que quieren. Uno se siente agobiado como su ministra y socia expulsada del gobierno. La otra se siente furibunda, indignada porque las cosas no salen como ella quiere. Y ese clima de mutua confrontación se traslada a todo el gobierno y a todo el país.
Ella vendió y lo vendió bien al menos a la mitad de los votantes, que hizo subir a Alberto al cargo supremo para demostrar que si era capaz de convocar al que más la criticó de todos los peronistas, su amplitud le permitía incluir a todos. Que había dejado el sectarismo anterior. Pero desde que asumió y sin solución de continuidad, día tras día, Alberto se debió arrepentir de todo lo que dijo cuando estuvo enfrentado con Cristina. Arrrepentirse de todo mientras que ella no se arrepintió de absolutamente nada.
Lo cierto es que hoy Alberto y Cristina se han convertido en una sola cosa porque ya ni siquiera diferencias formales hay entre ambos. Pero han devenido una sola cosa porque él se ha mimetizado con ella, aunque eso no le sirve sino para debilitarlo aún más. Por lo que siempre está condenado. Haga lo que haga. Alberto firmó un pacto faústico que le está costando demasiado caro al que lo firmó, como todos los pactos faústicos.
Segunda vez que comete el mismo error: se fue del kirchnerismo en 2008 porque pidió ser socio y le negaron acciones de la compañía: le dijeron, si te querés quedar, de lujo sí pero nunca más que empleado.
Ahora volvió y esta vez no tenía dudas que al ser presidente cuando menos entraría como socio, pero otra vez le dijeron: de lujo, presidente incluso, pero empleado, nunca socio.