Javier Milei asumió la presidencia de la Nación en el recinto del Congreso en el que recibió los atributos del presidente saliente para luego prestar juramento con el guiño o empatía de CFK por su carácter plebeyo, es decir, por exhibir la carrera del ascenso del hijo de un colectivero, y egresado de una universidad sin credenciales prestigiosas en la que abrevó en la tradición liberal vernácula de la mano de los cultores criollos del economista austríaco F. Hayek que entremezcla con las consignas del propulsor de ideas libertarias antiestatales, Murray Rothbard , identificado por algunos como inspirador intelectual adicional.
El ritual público modificó el protocolo oficial al optar por pronunciar el discurso ante sus simpatizantes reunidos en la plaza de los dos congresos, y rodeado de invitados especiales que soportaron el agobiante calor de la jornada. Se trató de un gesto político e institucional deliberado para esquivar pronunciarlo ante los representantes del pueblo de la nación y de las provincias del país federal con el fin de enfatizar la distancia entre el liderazgo político legitimado en las urnas y la “casta”, la metáfora o concepto que le permitió erigirse en el único candidato presidencial para impulsar el cambio y torcer el rumbo de la decadencia nacional. El discurso que leyó luciendo la banda presidencial, habiendo delegado la custodia del bastón de mando cuya empuñadura luce los cinco perros por él venerados, y labrados en el recoleto taller del platero Juan Carlos Pallarols, hizo hincapié en el legado de los padres fundadores de la Argentina liberal del siglo XIX, señalando el quiebre de la ideología de la libertad y el progreso que había sido el motor del espectacular crecimiento económico experimentado entre 1870 y 1914, el país del ganado y de las mieses que tematizó el poeta Leopoldo Lugones, el que había favorecido el arribo de millones de inmigrantes europeos que habían bajado de los barcos para “hacer la América”, convirtiéndose en uno de los países que más inmigrantes atrajo y asimiló entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial.
En esa saga genealógica, Milei omitió referir a la Revolución de Mayo. En cambio, ensalzó la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud-América en 1816 y se hizo eco del proyecto modernizador de la generación romántica del ‘37, la de Echeverría, Alberdi, Sarmiento y otros tantos, quienes habían propiciado desde el exilio clausurar el ciclo de guerras civiles y promover el pacto constitucional de 1853 como piedra de toque del programa civilizatorio. En su discurso, el presidente también apeló a una cita del presidente Julio A. Roca, el arquitecto político de la Argentina del orden y el progreso que fortaleció la figura presidencial en detrimento de los gobernadores díscolos y de las revoluciones en tanto conspiraban contra la ciencia del buen gobierno y la administración estatal. Lo hizo al momento de fundamentar el “ajuste ordenado” en el que advirtió que caería con fuerza sobre el Estado y no sobre el sector privado. La expresión escogida de quien definió como “uno de los mejores presidentes de la historia argentina” enfatizaba la relación entre el esfuerzo o sacrificio colectivo, la “libertad de los hombres”, “el engrandecimiento de los pueblos” y el carácter estable y duradero de las grandes empresas nacionales.
Con ello anticipaba el paquete de reformas (o shock liberal) condensado en el controvertido mega DNU con el que pretende desregular la actividad económica, las relaciones laborales, favorecer la privatización de empresas públicas y eliminar mecanismos legales y técnicos que favorecen intereses corporativos en beneficio de intereses de los individuos o de las empresas, a los efectos de atacar las causas últimas del déficit fiscal y el gasto público: el acicate de la postración económica, la pobreza y el desamparo social.
Que el discurso presidencial haya hecho del pasado nacional un recurso capital de su argumento para remontar la ruta de la decadencia tiene poco de original. La originalidad reposa en todo caso en que haga hincapié en el estadio liberal a despecho de las tradiciones opuestas o alternativas de la historia nacional para entablar conexiones con el presente vivido y la promesa de futuro. En ambos casos, la voz presidencial expone alguna cuota de imaginación, tergiversación o falsificación con el fin de activar confianza entre sus simpatizantes o interlocutores directos y en el mejor de los casos ratificar su consentimiento. Pero como todo ejercicio de memoria estatal u oficial, se trata de un proceso selectivo de recuerdos y olvidos en tanto la tradición liberal que evoca no eludió ni postergó el crucial papel que el Estado nacional (y los provinciales) cumplieron en la construcción de la Argentina liberal.
En ese linaje se inscribe el legado de su favorito, Juan B. Alberdi, el inspirador de la constitución de 1853, y del sanjuanino Domingo F. Sarmiento, el mentor del sistema educativo público nacional y presidente constitucional entre 1868 y 1874, quienes propiciaron desde el gabinete, la tribuna y el accionar político la intervención concreta en la constitución y conducción del Estado de la república representativa y federal en formación. Como ha señalado Natalio Botana, dicho proceso distingue fases de apertura y contracción en la conformación de la arquitectura estatal en ciernes. De un lado, los rasgos autoritarios que fortalecieron el poder ejecutivo y dotaron al poder central de instrumentos para domesticar rebeldías territoriales y políticas en beneficio de la autoridad nacional y la consolidación de un centro de poder autónomo de las partes o provincias en litigio. Del otro, la pretensión de soldar la unidad en el presente inmediato que proyecta la libertad al futuro a través del programa civilizatorio. Un canon a simple vista común pero que reconoce divergencias: mientras que la fórmula alberdiana preveía “libertades civiles para todos, libertades políticas para pocos”, es decir, entendía la ciudadanía política como empresa de largo plazo, para Sarmiento la república se expresó en “tres columnas”: la república de las libertades basada en los principios de legitimidad escritos en la ley fundamental; la que refuerza el poder del gobierno federal y del poder ejecutivo mediante el estado de sitio y las intervenciones federales a las provincias díscolas; y la república de la “virtud cívica” en base a un doble motor: la educación pública, y la distribución de la tierra para la agricultura (inspirado en el modelo norteamericano), y no la ganadería porque la entendía como nido de caudillos, y en obstáculo de la sociedad política tal como lo había tematizado en el Facundo (1845).
Asimismo, si se reposa la lente en el Roca evocado por el presidente Milei, tampoco hay sorpresas sobre la valoración de la intervención del Estado nacional (y provinciales) en la economía como llave de acceso del progreso argentino. Un tipo de intervención que abrevó en las ideas del nacionalismo unificador que ya había tomado cuerpo en la experiencia alemana de Bismarck, y que inspiró más de un incentivo a la producción de bienes de consumo masivo del interior del país, como el vino y el azúcar, mediante medidas proteccionistas y el eficaz lobby empresario regional con capacidad de incidir en los debates legislativos del Congreso nacional. Esa lógica o convicción la hizo pública en el discurso que pronunció en San Juan al momento de inaugurar el servicio ferroviario en 1885 en el que confirmó que la política de intervención por la vía de aranceles a la importación había llegado para quedarse por lo que se convertía en un dispositivo medular del desarrollo agroindustrial vitivinícola en Cuyo. En palabras de Roca: “La industria nacional nace apenas, y abandonada a sus solas fuerzas, sin el apoyo eficaz y permanente del Estado, por medio de leyes protectoras se quedará ahí debatiéndose en inútiles ensayos sin poder competir con los productos de la industria extranjera que inundan nuestros mercados […] ¿Qué resorte mágico debemos tocar para despertar a los pueblos del interior y hacer surgir, los ingenios, las bodegas colosales en todo el país? Tenemos dos recursos, ferrocarriles fáciles y baratos para que las provincias puedan intercambiar recíprocamente sus productos y protección franca, valiente y constante de la industria nacional […]”.
De modo que el texto del Roca presidente corrige al presidente libertario Milei y le advierte, a la distancia, la necesaria intervención estatal en el diseño de políticas públicas inclusivas que pongan freno a las enormes desigualdades y restablezcan los canales de integración social y bienestar humano que supo distinguir a la Argentina entre finales del siglo XIX y buena parte del siglo XX.
* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y la UNCuyo.