Asistimos asombrados a la enorme difusión de un gesto inusual como es el de un beso de una señora que desempeña un cargo de Juez a un preso por ella judicialmente condenado.
Seguramente, muchos pensaríamos que no tiene derecho ese ser humano a ser besado por alguien que no sea de su entorno muy íntimo (algo que sería explicable) pero con seguridad jamás de quien tuvo la responsabilidad de juzgarlo con pena tan severa.
En esa línea de pensamiento nos perdemos la ponderación de un valor esencial humano que nos distingue culturalmente de las opciones autoritarias más feroces que han asolado nuestra historia, que es el del respeto profundo a la dignidad humana que esa persona no ha perdido cualquiera fuera la condena y el delito que la motivó.
Ese beso pone en evidencia elocuente la presencia efectiva de ese valioso respeto.
Fuerte contradicción para quienes no hemos criticado suficientemente las indignidades de mostrar fotografías de un detenido, todavía no condenado -ni siquiera procesado-, en pijama en la intimidad de su casa con las esposas ya colocadas; algo similar a la exhibición profusa de una religiosa, que se había presentado voluntariamente detenida y acompañado a sus carceleros en colectivo con total pasividad, también con un par de esposas incluidas en su arribo para satisfacer el morbo de una imagen.
En ambos casos las fotos fueron requeridas y obtenidas por los apresurados juzgadores y condenadores.
Ambos “logros mediáticos” constituyeron torpes atropellos a la dignidad personal imposible de justificar aun por eventuales sentencias condenatorias posteriores, que -en el segundo caso- todavía no llegan.
No faltará quien les haya atribuido algún grado de merecimiento en ambos casos; algo contradictorio con lo más profundo de nuestros valores humanos fundamentales.
Tuvimos la responsabilidad personal de confirmar condenas, en algunos casos muy altas, a reos que pasaron frente a nuestros tribunales y siempre, en esa última audiencia formal, cuidamos el detalle de estrecharle la mano en señal de respeto esencial en el estricto ámbito de nuestro rol de juez juzgador en representación de la Comunidad que nos atribuyó esa responsabilidad que también nos impuso el deber insoslayable de dignidad en el trato.
Por ello, nos resulta repugnante la actitud de quienes, sin valorar la calidad del fallo, si es o no correcto o acertado (una absolución podría haber cambiado el contexto del gesto en análisis), y tan solo han dirigido su atención a una actitud de dignificación que de ningún modo puede ser objeto de juzgamiento alguno; sea cual fuere el merecimiento de la condena del destinatario de ese gesto humano de valor trascendental.
*El autor es Abogado. Ex Miembro de la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Mendoza.