La jornada cálida, soleada y casi primaveral de este 4 de agosto, de golpe, se puso sombría, se revistió de tristeza y nos sorprendió: la muerte, agazapada en una esquina urbana, se llevó a un mendocino por elección, a un defensor de sus palabras, al que eternizó la belleza de nuestro otoño en una tonada, marca registrada en el mundo.
Y entonces...
Los que hemos amado la actividad coral y tuvimos el enorme privilegio de integrar el Coro Universitario de Mendoza, en su época fundacional, allá por los años setenta, no podemos olvidar en esta tarde de agosto, la figura de un compañero de entonces: Jorge Sosa.
Llegar al lugar de ensayo, en el Hogar y Club Universitario, ubicado por aquella época en calle Rivadavia de la ciudad, era encontrarse con su inefable sonrisa y, con seguridad, con alguno de sus chistes u ocurrencias inesperadas, que transformaban la noche de canto en una “noche de encanto”.
Vivenciaba, como cada uno de los entonces veinteañeros integrantes de la agrupación, esas horas de magia musical con deleite y entrega absolutos.
Todavía, a quienes cantamos coralmente por esos años, nos es posible evocar cómo su cuerpo entero vibraba al compás de las canciones compartidas, marcando con su movimiento el sentir de obras de diferentes épocas, estilos y autores.
Hace muy poco, con la habilidad verbal que lo caracterizó, escribía el propio Jorge, tal vez preanunciando una despedida: “Se canta entre amigos. La amistad que se engendra en los coros es duradera, a veces para toda la vida. Socializan de tal manera que es un gusto el ensayo que viene porque van a volver a verse, porque van a verse comprometidos en una tarea común”.
Más allá de las jornadas de ensayo, estaban los encuentros humanos de los integrantes de la agrupación, de simpatizantes y familiares, además de su entonces Director, el inolvidable y cálido Maestro Felipe Vallesi.
Jorge era el que escribía, para cada uno de esos encuentros, con ingenio y humor, guiones en que plasmaba su vocación literaria y humorística.
Los juegos de palabras con impensadas asociaciones que hacían reír a todos los asistentes, su veta histriónica que se fue agudizando con el paso de los años, las travesuras verbales concebidas para entretener y divertir, tornaban a Jorge en una especie de ángel artístico sin el cual no se podía concebir y armar el “festejo del coro”.
Los años transcurrieron, veloces, implacables, “tempus fugit”: cada uno tomó un camino distinto; muchos ya nos han precedido, lamentablemente, en la inexorable partida.
Al decir de Neruda, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
El tiempo fue diseñando destinos diversos y aquellos jóvenes cantores, coreutas apasionados, escribimos nuestras propias partituras de vida, cada cual en la profesión que eligió, con sus deberes laborales y familiares, en una Mendoza que cambió y creció; la obra de Jorge tuvo, en lugar de pentagramas, fecundas páginas en que combinaba la reflexión, la ironía y su especial sentido del humor, para hablar, a veces de lo cotidiano y fugaz, otras, de lo eterno e imperecedero. Lo escrito se complementó, muchas veces, con lo oral y, entonces, su voz, todavía atenorada, iba imprimiendo a su expresión, inflexiones que se hacían cómplices de sus sentimientos y de la pasión que ponía en sus actos.
En la misma nota recién citada, concebida en forma reciente, quizás como presagio de esta apresurada partida, de este cierre del gran concierto de su existencia, nos dejó escrito: “Entre gente de canto, como decía Goethe, siéntete con confianza; los perversos no tienen canciones”.
Y personalizo mi evocación, profunda y sentida: este 4 de agosto, Jorge, vamos a parafrasear aquellos versos de “Otoño en Mendoza”, porque “haremos un silencio de amigos y porque siempre al recuerdo lo inicia el adiós”.