A cuento del día de la niñez

Gloriosos los ratos de encuentro amoroso que le robamos al sistema para reirnos, comer, beber, contemplar, cantar una canción de cuna.

A cuento  del día  de la niñez
Dia de la niñez

Por un lado, la lluvia de imágenes con niños y niñas en las redes sociales y, por otro lado, los innumerables actos cotidianos que vulneran la posibilidad de que los niños y niñas que nacen encuentren un mundo (humano y natural) que los convide a vivir. Funcionarios que publican actividades barriales con motivo del día del niño sin sentir contradicción por enviar a sus hijos a escuelas privadas, vivir en barrios cerrados o utilizar una prepaga. Aunque, paradójicamente, toman decisiones sobre educación pública, transporte público, espacios públicos, salud pública y la obra social de los trabajadores del Estado. ¿Por qué cuando dejan de ser funcionarios no participan más, en su mayoría, de este tipo de festejos? El camino de esta reflexión es obvio: porque es una tarea laboral y no vocación de servicio.

Haciendo caso omiso de lo que es recomendable exponer en una reflexión que intenta ser de opinión pública y política, voy a partir de algo personal.

Mi hija va a un jardín maternal de la Universidad Nacional de Cuyo (UnCuyo). Las docentes y personal de apoyo la educan, alimentan y enseñan cuestiones centrales de cuidado y convivencia. Es un lugar amable para ella, tanto así, que tiene sus amigos a los que quiere ver por fuera del horario escolar a pesar de ser muy pequeña. Han logrado ser un puente amoroso entre su vida privada y un primer mundo social exogámico. Para mí sorpresa, me enteré que gran parte del personal es monotributista, a pesar de estar en una evidente relación de dependencia laboral. Es algo tristemente común en las instituciones, una forma de llevar a cabo algunos proyectos (supongamos de buena fe) que serían de ejecución lenta si se esperara tener las condiciones óptimas. En ese caso, sería esperable, que esas trabajadoras pudieran tener las condiciones laborales de sus compañeras que hacen el mismo trabajo. Resulta que no, ni cobran lo mismo, ni acceden a los beneficios que ofrece la ciudadanía universitaria. A los padres (que somos compañeros de trabajo porque nuestra patronal es la misma) nos aumenta la cuota del jardín más que a ellas el sueldo, y no se trata de inversiones en infraestructura, materiales o meriendas. Una docente monotributista del jardín cobra lo mismo que una docente de la provincia, pero trabaja dos horas y media más en el aula. Sentí una enorme vergüenza de no saber de esta realidad bochornosa. ¿Cómo es posible que le hagamos esto a los más vulnerables del sistema universitario?

Es cierto que este ejemplo no habla de todos los niños de la provincia. Son niños específicos, escolarizados, con padres trabajadores o estudiantes universitarios.

Sin embargo, hay una generalidad: lo inusual de poder empatizar con aquello que no se pasó por el propio cuerpo y de la deshonestidad de hacer como sí. Podemos no empatizar con algo o alguien, lo que no corresponde es querer disfrazarlo.

Si el Gobernador utilizara OSEP, la espera de la guardia del Flemming posiblemente no sería de 4 horas, ni de 90 días los turnos en el Hospital del Carmen para que un jubilado se haga sus controles de rutina; si la mayoría de los funcionarios llevaran a sus hijos a escuelas públicas éstas no se caerían a pedazos; si la dirigencia sindical utilizara el transporte público no estaríamos todos viendo cómo endeudarnos y comprar un auto porque andar en colectivo es una pequeña tortura cotidiana.

La solución a estos problemas no es únicamente tener mejores salarios, también es volver a pensar la vocación pública. Consumir menos de forma individual nos permite encontrarnos con otros en la sencillez de nuestras rutinas que podrían ser económica y ambientalmente eficientes si “lo común” estuviera en el centro de nuestras discusiones políticas y de gestión. Lejos de creer que para cambiar deberíamos vivir mal e incómodos hasta organizarnos y hacer la revolución, cada día estoy más convencida que podemos pensar en soluciones creativas que nos permitan vivir distinto si tenemos espacio para ello. Sin enajenarnos del bien comunitario que significa encontrarse en la escuela, la plaza o el micro.

Detenerse a pensar con otros alternativas a lo que vivimos y no nos gusta supone espacio mental, material y espiritual.

Entre la obligación y la apatía

Al sistema productivo (mundo joven/adulto, eficiente, donde hasta el deporte es obligación) no le cabe la niñez. Los mamíferos precisamos de un vínculo cercano y corporal para garantizar la supervivencia inicial, para afianzar el buen apego a la vida y el gusto por aprender después, y para morir en paz más adelante. Esta necesidad de cercanía vincular y de tacto, se ha visto seriamente perjudicada por la mediación del neoliberalismo sobre nuestros cuerpos y la pandemia le puso la cereza a este mojón que nos venimos comiendo. Gloriosos los ratos de encuentro amoroso que le robamos al sistema, para reírnos, comer, beber, contemplar, cantar una canción de cuna. Perder el tiempo es casi una actividad clandestina. El mandato es aprovechar el tiempo para un objetivo.

Posar con niños y niñas para cumplir un requisito habla mal de todos nosotros, de lo que somos capaces como especie, de un marasmo social que quizás no tiene retorno. Muchas veces pienso que el peronismo mendocino no da a luz ideas movilizadoras porque no tenemos tiempo por fuera de lo obligatorio. ¿Cómo nos protegemos del neoliberalismo si no logramos preservar la vida? ¿Hay deseo de hacerlo?

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