A cuatro años de la firma de acuerdos de paz con las FARC

Un factor determinante en la espiral de violencia en Colombia es la ausencia del Estado en vastas regiones del montañoso y selvático país.

A cuatro años de la firma de acuerdos de paz con las FARC
Imagen ilustrativa / Archivo

El 26 de setiembre de 2016, en Cartagena de Indias, el gobierno colombiano firmó con la cúpula de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), un amplio acuerdo que pondría fin a más de cincuenta años de guerra.

A cuatro años de ese verdadero hito en la violenta historia del país caribeño, Colombia no encuentra la ansiada paz.

En los últimos meses han sido asesinados ciento veinte líderes sociales; también, durante el mes de agosto pasado, tuvieron lugar masacres colectivas que han dejado el triste saldo de 33 muertos, en su mayoría civiles jóvenes.

Según Naciones Unidas, los desmovilizados en el marco del acuerdo de paz han sido unos 13.200; un número considerable de ellos ingresaron a programas de reinserción social. Unos pocos de ellos prefirieron continuar operando en la clandestinidad, donde el narcotráfico, la minería ilegal (oro) y las extorsiones son un lucrativo negocio. A estos grupos disidentes se suman, como causantes de la espiral de violencia, bandas criminales y grupos de las llamadas autodefensas (paramilitares), nacidas a fines de los años 90 al amparo del poder gubernamental. Como si fuera poco, a ellos se agrega la guerrilla (aún activa) del ELN (Ejército de Liberación Nacional), dedicada también al narcotráfico como fuente de financiación.

Todos estos grupos se disputan el control de los territorios abandonados por las ex FARC y el liderazgo en la producción y comercialización de cocaína.

Un factor determinante en la espiral de violencia es la ausencia del Estado en vastas regiones del montañoso y selvático país. Sin hospitales, ni escuelas, ni carreteras, ni fuerzas de seguridad, ni planes de desarrollo social, los grupos violentos encuentran el campo propicio para, violencia mediante, instalar el miedo y someter a los campesinos, para así dedicarse a las actividades ilegales sin interferencia alguna.

En época de pandemia son esos grupos los que deciden los horarios de salida de los pobladores para aprovisionarse de alimentos o establecen cuáles son las actividades permitidas, por ejemplo; todo bajo un ambiente del terror impuesto a fuerza de fusiles.

Samaniego, en el departamento de Nariño, al sur del país, es un municipio de gran belleza y riqueza natural. Sus habitantes, unos 50.000, se dedican al cultivo del aromático café y a la producción de panela, un derivado de la caña de azúcar.

En la noche del 15 de agosto unos cincuenta jóvenes festejaban un cumpleaños desafiando una orden de los ilegales de la zona. Eran las 21.30 cuando un grupo de hombres vestidos de negro, encapuchados y fuertemente armados, sin mediar palabras, asesinaron a ocho de los adolescentes presentes en la vivienda.

El mensaje es siempre el mismo: dejar claro quién manda y quién decide qué se hace o no en la zona.

Esos grupos buscan imponer un poder hegemónico y controlar, como otros grupos criminales en otros sitios del país, el negocio de la cocaína y la minería ilegal.

El Estado tarda en reaccionar. El presidente Duque, que no ve con buenos ojos los acuerdos de paz, dijo que investigaría lo ocurrido en Samaniego hasta encontrar a los responsables. Hasta ahora no se tiene noticia de los autores de una de las masacres que sacuden al país.

En las últimas semanas ocurrieron matanzas similares en varias localidades de Colombia. Cali, Tumaco (Nariño), El Tambo (Cauca) y en Venecia (Antioquia), han sido los escenarios. Cambian los lugares, pero el mensaje es siempre el mismo.

La violencia en Colombia es un problema tan complejo (multicausal) como antiguo. La extrema desigualdad, la corrupción, el negocio de la droga, la minería ilegal, el tráfico de armas, las extorsiones, el despojo de tierras, los desplazamientos forzados y la ausencia del Estado en vastas regiones del país fueron las causas para el nacimiento de los grupos armados y siguen siendo problemas sin resolver.

Lo peor es que ciertos sectores de la dirigencia política (derecha), no ven en la negociación la salida al conflicto, al contrario, ven la guerra contra los ilegales como un formidable negocio y no tienen, por lo tanto, interés en que haya paz.

*El autor es abogado.

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