El presidente Alberto Fernández ayudó a entenderlo con su reacción visceral y destemplada contra la oposición: el Gobierno enfrenta el rebrote de la pandemia con una credibilidad escasa, que restringe al mínimo su capacidad política para imponer decisiones. Antes de la Semana Santa venía amagando con una nueva fase de restricciones. Pasó el tiempo y no pudo coordinar acciones comunes con los gobernadores de los distritos más relevantes.
El Presidente anunció, en un mensaje televisado, un decreto suyo que no estuvo listo sino hasta un día después. Cuyo núcleo -para mayor elusión- es la descentralización de las decisiones en los responsables territoriales.
Las medidas más controversiales -el toque de queda nocturno y la prohibición de reuniones familiares- no provocaron reacciones excesivamente críticas. Porque es convicción generalizada que el Estado no se considera a sí mismo en condiciones de imponerlas con efectividad.
Y no es que los gobernadores hayan plantado banderas de rebeldía. Expresaron con tono bajo un estado de opinión pública dominante. No hay margen político para ensayar medidas de emergencia que no reconozcan al menos dos hechos: el fracaso del plan de vacunación y los efectos devastadores del confinamiento extremo.
Con la excepción (más bien obvia) de Axel Kicillof, ni siquiera hizo falta que los gobernadores hablaran. Santiago Cafiero informó que no obstaculizará las gestiones de los jefes distritales para obtener vacunas por su cuenta. Ante la emergencia, algunos de ellos confirmaron que lo intentarán, pese al contexto internacional desfavorable, al que llegarán tarde y depauperados.
Ese sinceramiento sanitario tuvo su complemento económico: antes del mensaje presidencial, el ministro Martín Guzmán anticipó que esta vez no hay recursos para aguantar una cuarentena dura.
Incluso con un déficit operativo de 10 puntos del Producto por la emergencia sanitaria, en el gigantesco distrito que gobierna Kicillof, el 50% de los bonaerenses ahora es pobre. Ocurrió mientras se pagaba el Ingreso Federal de Emergencia. Y el desempleo se disparó mientras regía la prohibición de despidos y la doble indemnización. Guzmán no sólo eliminó del Presupuesto 2021 los recursos para la emergencia: fue sin ellos que calculó el déficit anual de 4,5 puntos que convirtió en promesa para pedir la reprogramación a 10 años de la deuda con el FMI.
El ministro de Economía comienza hoy su gira europea para pedir ayuda en la negociación con el Fondo. También a él le sinceraron el escenario. Alejandro Werner, director del FMI para el hemisferio occidental, había dicho en febrero que no veía inviable un acuerdo para mayo. Ahora jubiló ese optimismo. Dijo con todas las letras que en el Gobierno argentino hay “diferencias de opinión significativas”. Traducido: Cristina Kirchner no quiere un acuerdo, al menos antes de las elecciones.
Los que todavía apoyan en el oficialismo las gestiones de Guzmán han comenzado a recordar los antecedentes de la vicepresidenta en escenarios similares. Evocan arqueando las cejas cómo Cristina dejó colgada del pincel la negociación de Juan Carlos Fábrega, Jorge Capitanich y Jorge Brito con los denominados fondos buitres en 2014. Axel Kicillof le pidió entonces a Cristina que detonara ese diálogo y sobrevino el default.
Werner acaba de blanquear un riesgo parecido. Aun cuando la postergación del diálogo acumule presión sobre el dólar, los precios y las tarifas para el día después de las elecciones de este año. Los mismos memoriosos de las cejas en arco también recuerdan cómo Cristina autorizó a devaluar y licuar la capacidad adquisitiva de los salarios y jubilaciones después de ganar su reelección en 2011.
Al blanqueo del fracaso sanitario, de la indefensión económica y de la prórroga electoralista de la negociación externa, el Gobierno le incorporó un cuarto sinceramiento, que involucra a la oposición. Mientras Alberto Fernández insultaba a sus adversarios, Cristina envió a Eduardo De Pedro a acordar con ellos la inminente postergación de las elecciones.
En ese escenario, el oficialismo juega con ventaja. La oposición está ceñida por una restricción doble.
En primer lugar, necesita que se hagan las primarias para resolver las disputas abiertas en los principales distritos. En la provincia de Buenos Aires espera a Maria Eugenia Vidal con la resignación de una propuesta no correspondida. En la Ciudad de Buenos Aires, el acuerdo Larreta-Lousteau acomodó los tantos en las elecciones anteriores, pero asoma la puja del larretismo contra Patricia Bullrich.
En Córdoba, Luis Juez advierte que puede presentarse por fuera de la coalición opositora. Mendoza parece estar más ordenada, con Alfredo Cornejo y Rodolfo Suárez a distancia del macrista Omar De Marchi. En Santa Fe, la oposición vacila entre dos modelos de alianza, según incluyan o no a los socialistas.
La segunda restricción vigente para la oposición es que necesita garantías para votar en Diputados la prórroga de las elecciones sin que el peronismo le devuelva con la eliminación de las Paso tras la revisión del Senado.
Un escenario complejo al que Cristina le echa combustible enviando a Carlos Zannini a perseguir judicialmente a Mauricio Macri. Mientras susurra por lo bajo que en ese 50% de pobres bonaerenses donde la oposición cree ver un inminente estallido, el populismo manejando el gobierno siempre puede encontrar una oportunidad.