Pocas fechas hay tan significativas en nuestra historia contemporánea como la que hoy se recuerda. El golpe de Estado de 1976, y la dictadura que en consecuencia se instaló, marcaron un quiebre, un antes y después, estableciendo un límite al nivel de violencia que nuestra sociedad podía soportar. Esta conciencia de un límite moral que se había transgredido fue luego el fundamento de una restauración del orden constitucional que hasta el día de hoy se ha mantenido, aunque no exento de problemas y muchas deudas pendientes. No hay dudas de que el consenso democrático instalado a partir de la presidencia de Raúl Alfonsín en 1983 se sostiene, en gran medida, en la certeza de que la terrible experiencia previa constituye una frontera moral y política infranqueable. Es un abismo, un pasado al que no podemos volver. Pero, asimismo, la conmemoración debe también ayudarnos a tratar de encontrar en ese pasado las causas por las cuales semejante acontecimiento pudo tener lugar.
Suele interpretarse el advenimiento del Proceso como una irrupción brutal, repentina, en el transcurrir de nuestra historia. No había antecedentes que pudieran hacer pensar en lo que vendría después del 24 de marzo. Muchos estudiosos expresan esta perplejidad caracterizando al Proceso como la presencia del Mal absoluto, un régimen de una crueldad inusitada y aberrante. Esta visión, fiel en su caracterización del accionar del gobierno militar, esconde un peligro, el de olvidar que todo aquello que sucede responde a una dinámica histórica que puede ser rastreada, explicada y comprendida. Y que las responsabilidades pueden ser múltiples. Consideramos que el golpe militar y sus terribles consecuencias fueron la, en gran medida, inevitable y dramática culminación del periodo más inestable y violento en la historia de nuestra Nación, luego de las guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX. Si bien ello no justifica el nivel de violencia desatado por la dictadura a partir de 1976, ni menos aún absuelve a los autores de los aberrantes crímenes cometidos, de alguna manera permite comprender la sucesión de eventos que llevaron al 24 de marzo.
En la pasada centuria, en el marco de la inestabilidad institucional y la alternancia de gobiernos constitucionales y dictaduras militares, se produjo un incontenible avance de la violencia política de todos los signos, que vino a ocupar el lugar del diálogo y el acuerdo como sustento de la convivencia social y política. Superando todo antecedente histórico, la violencia se constituyó en el mecanismo político por excelencia. Incluso, se convirtió para muchos ya no en un medio, sino en el fin mismo de la actividad política.
Tanto la violencia ejercida por los gobiernos militares, concebida como medio para restaurar un orden que se percibía amenazado por los gobiernos democráticos, especialmente los de signo político peronista, como la de una izquierda cada vez más radicalizada, que a través de las organizaciones político-militares -comúnmente denominadas guerrilleras- la proponía como única vía para la conquista revolucionaria del poder y la instauración del socialismo, aquella fue utilizada como exclusivo recurso para la resolución de los problemas políticos. “El poder político brota de la boca de un fusil”, llegó a afirmar el líder montonero Mario Firmenich, poniendo en palabras lo que muchos vivían con profundo convencimiento.
Algunos fríos números pueden ofrecer una clara dimensión del saldo luctuoso de tanta violencia. En la víspera del golpe, el diario La Prensa hacía un impactante balance: desde la asunción de Cámpora en marzo de 1973 habían caído 1.358 personas víctimas de las acciones guerrilleras, contra un total de 445 guerrilleros fallecidos. Cifras a las que debe sumarse el número impreciso de víctimas de la represión ilegal, en particular las ocasionadas por la Triple A, activa durante los gobiernos peronistas.
En este contexto, los gobiernos constitucionales se mostraron impotentes para mantener el orden social. No lo logró el gobierno popular de Héctor Cámpora, que debió soportar que el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), organización revolucionaria de extrema izquierda, mantuviera su abierta lucha contra los agentes del capitalismo imperialista, especialmente las fuerzas de seguridad. Tampoco pudo Juan Domingo Perón, que se enfrentó a los sectores más radicalizados de la izquierda peronista, nucleados principalmente en Montoneros, quienes rompieron con el gobierno y pasaron a la clandestinidad en 1974. Menos aún el de “Isabelita”, la viuda de Perón, que asumió en medio de la debilidad política, el caos social y una profunda crisis económica. Esta situación hizo que se percibiera como inevitable la intervención de las Fuerzas Armadas para la restauración del orden y la paz social. Cuando fueron convocadas en 1975 por el gobierno constitucional para terminar con la acción guerrillera, quedaron las puertas abiertas para una nueva interrupción del orden constitucional -anticipado y ya preparado por las cúpulas militares-, que esta vez presentaría caracteres inéditos e inesperados.
A diferencia de los gobiernos de facto que le precedieron, el Proceso no se puso metas ni plazos temporales. La Junta Militar integrada por los Comandantes en Jefe de las tres fuerzas -Jorge Rafael Videla (Ejército), Emilio Eduardo Massera (Marina) y Orlando Ramón Agosti (Fuerza Aérea)- se propuso como objetivo principal la aniquilación de la subversión, para lo que recurrió a los medios que consideró pertinentes, fueran tanto legales como ilegales. A la larga, fueron estos últimos los preferidos, y esta elección fue crucial para el destino del Proceso. Las detenciones mayoritariamente ilegales, no sólo de guerrilleros, sino también de multitud de militantes sindicales, barriales, juveniles, intelectuales, sacerdotes y todos aquellos que pudieran haber estado vinculados a la izquierda, fueron seguidas de los crímenes más aberrantes, incluidos el recurso indiscriminado a las torturas y la desaparición masiva de detenidos.
La Junta Militar cumplió con su meta, pero a costa de crímenes que significaron un profundo quiebre moral y provocaron el desprestigio de las Fuerzas Armadas, confirmado también por una desastrosa política económica -generadora de alta inflación y un abultado endeudamiento-, y el drama de la guerra de Malvinas. Cercado y desacreditado, el gobierno del Proceso se vio obligado a permitir la salida electoral. La restauración democrática iniciada con el triunfo de Alfonsín puso el acento en dos cuestiones fundamentales que quedaron como aprendizajes de la dolorosa experiencia y fundamentos de la convivencia social: la necesaria defensa del orden constitucional y el respeto por los derechos humanos.
La dimensión de la tragedia puede ser expresada en números. El informe Nunca Más, en 1984, además de registrar las dramáticas historias de los detenidos desaparecidos, reconocía 8.960 víctimas, cifra luego revisada en sucesivas reediciones. Número que, sin pretender tomar partido en un asunto que hasta el día de hoy provoca encendidos debates, difiere de los simbólicos 30.000. Estos dígitos, expresivos de la magnitud de la violencia ejercida por el gobierno militar, pueden completarse con las otras bajas, habitualmente olvidadas, pero igualmente dolorosas: las víctimas de las organizaciones guerrilleras llegaron a ser 1.094 civiles y 653 militares y policías muertos, sin contar entre estos los caídos en combate. La herida abierta expresada en estos números aún no ha sido cerrada, a pesar de las diversas políticas seguidas por los gobiernos democráticos: desde los históricos juicios a las Juntas Militares y las cúpulas guerrilleras propulsados por Alfonsín, pasando por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, los indultos de Menem y la declaración de imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, planteada por los gobiernos kirchneristas, y la sucesiva reapertura de los juicios. Nada parece aún permitir la superación de una etapa negra de nuestra historia, a la que volvemos sistemáticamente.
Esta nueva recordación del golpe de 1976, ya cerca del cincuenta aniversario, nos invita a repensar lo sucedido y repensarnos como sociedad a la luz de los tres conceptos propuestos como lema para la conmemoración. Es sabido que los pueblos no pueden vivir sin memoria. La sociedad está atravesada, o más bien constituida, por los tres tiempos de la historia: pasado, presente y futuro. Frente a la fugacidad del presente y la incertidumbre del futuro nos queda, como única certeza, nuestro pasado que, nos guste o no, nos constituye. Hacia él debemos dirigir la mirada para intentar comprender nuestra realidad, con el afán de entender lo sucedido para poder así aprender, perdonar y superar. De nada sirve la permanente memoria, el constante recordar lo sucedido si no estamos dispuestos a superarlo mediante una generosa reconciliación. Es entonces cuando la memoria puede, verdaderamente, salir al encuentro de la verdad y la justicia. Ello se alcanza mediante el sano ejercicio de una sincera autocrítica que permita establecer las responsabilidades, las culpas mutuas, como garantía de la verdadera y genuina concordia. Sólo así, creemos, la mirada hacia el pasado más doloroso puede servirnos para la construcción de un futuro común.
* El autor es profesor universitario de Historia de las Ideas Políticas.