El 29 de setiembre de 2005 fue publicada en el diario La Nación una columna de mi autoría que se llamaba igual que ésta: “El retorno al país preconstitucional”. En la misma sostenía que al no poder consolidarse definitivamente la república liberal en los primeros 20 años de la nueva democracia argentina, luego de la implosión de finales de 2001 había nacido un nuevo sistema político cuyo eje institucional central no era la Constitución de 1853 ni su reforma de 1994, sino, la asociación corporativa, el regreso a los pactos implícitos entre caudillos y grupos de poder para dividirse el país entre ellos. Finalizaba la nota diciendo que en la asociación corporativa, la palabra “república” no significa nada porque las formas institucionales tampoco significan nada y la palabra “liberal” es apenas un insulto. La única palabra, entonces, que queda en pie es el término “poder”, ya no como un medio, sino como un fin en sí mismo, como la única ideología reinante. Y quien se opone a su acumulación es considerado, sin medias tintas, como el enemigo, el salvaje unitario.
Lo que en 2005 era una hipótesis de trabajo en base a la observación de las tendencias históricas del momento, hoy, a 20 años, es ya una plena certeza, construida y constatable. Esto más que un retorno al primer peronismo (aunque tenga mucho de él, particularmente de sus peores aspectos) se parece más a un regreso al sistema rosista donde la política se hace a través de pactos implícitos entre caudillos que comandan tribus locales y que son quienes cambian permanentemente las reglas de juego “institucionales” (si se las puede llamar así) de acuerdo a sus intereses de poder facciosos. Entre los señores feudales que comandan las provincias se elige uno de ellos como monarca y en connivencia con las demás fuerzas corporativas que viven de las prebendas del Estado, se reparten el país. En el país feudalizado la democracia deviene mero rito, las instituciones son sustituidas por el culto a las personalidades y la república, si se la puede llamar así, reniega de la división de poderes y de la existencia de contrapoderes.
La única diferencia con el país previo a la Constitución de 1853 es que en aquel entonces ese sistema político se impuso en todo el país porque aún la nación no estaba constituida del todo, mientras que ahora existen resistencias políticas, en particular en la franja central de Argentina, ya que en Córdoba, Capital Federal, Santa Fe y Mendoza las instituciones republicanas y liberales -no sin dificultades- siguen resistiendo el retorno del país preconstitucional. El caudillismo de las reelecciones indefinidas, los patrones de estancia y la concentración del poder aún no pudo imponerse, entonces en todo el país. Y es difícil la convivencia entre esas dos concepciones encarnadas de la Argentina.
La República liberal que comenzó a funcionar al amparo de la Constitución de 1853 construyó una nación para el desierto argentino, creó el Estado nacional federalizando Buenos Aires, abrió el país al mundo y hasta fue capaz de incorporarle al sistema la posibilidad de la democracia con el voto universal en 1912. Pero lo que surgió con ello no fue una profundización de dicha República, sino la aparición de la democracia de masas, como ocurría en todas partes del mundo durante esa época. La rebelión de las masas la llamó, desde una perspectiva conservadora liberal, José Ortega y Gasset. Una democracia más populista que liberal, más plebiscitaria que electiva, con grandes masas que interactuaban con sus líderes saltándose en todo lo posible a las representaciones institucionales.
El problema es que en la Argentina jamás la democracia se pudo instalar como un sistema permanente porque a la democracia plebiscitaria del radicalismo yrigoyenista le siguió una reacción conservadora que se debió basar en el fraude electoral para evitar el regreso del radicalismo al poder. Luego surgió, con el peronismo, otra democracia plebiscitaria a la que le sucedió un “no sistema” donde se recurrió a la proscripción del peronismo para impedirle que volviera al poder. Eso se hizo con gobiernos militares y gobiernos civiles controlados por militares, que culminó con una tragedia al gestarse la década más violenta de la historia argentina de todo el siglo XX , un genocidio brutal y una guerra imposible de ganar.
Sólo después de tantas décadas traumáticas retornó, aunque magullada, la República liberal, más por cansancio histórico que por real convicción popular. Pero esta vez con democracia plena como no la tuvo la república liberal del siglo XIX y principios del XX. En lo que sí coincidieron ambas repúblicas es que, como en tiempos de Alberdi y Urquiza, el programa político central de Raúl Alfonsín fue la Constitución Nacional de 1853. Eso hizo que por dos décadas la Argentina intentara recrear las instituciones de aquella vieja constitución. Lo logró a medias, primero porque (además de los últimos estertores del golpismo militar), el corporativismo acechaba en gran parte del empresariado y los sindicalistas. Y el feudalismo en las provincias, aunque parezca mentira, con la democracia renacida no sólo se mantendría sino que incluso se profundizaría. No pudimos tampoco tener un proyecto económico de país como el de la generación del 80 pero se recuperaron los derechos humanos conculcados y la libertad como modo de vida. Y cuando el peronismo “no renovador”, el de Menem y Duhalde volvió al ruedo político tras el fracaso de Alfonsín, éste último, aún a base de transacciones políticas no todas muy prolijas, pudo hacer sobrevivir el sistema, tanto en el pacto que mantuvo con Menem para reformar la Constitución (que sin el expresidente radical habría sido populista y no republicana como realmente fue) y en el pacto implícito que tuvo con Duhalde luego de la caída de De la Rúa. Pero allí se le acabaron las fuerzas a don Raúl y a partir de entonces el país preconstitucional comenzaría a conformarse, hasta instalarse plenamente en el corazón de la República con la llegada de los Kirchner al poder.
El primer indicio de la concepción corporativa que venía a reemplazar al sistema constitucional luego de la anarquía de 2001/2 lo ofreció Eduardo Duhalde con su idea “productivista” que le hizo crear el Ministerio de la Producción conducido por uno de los íconos políticos-empresariales más simbólicos -aún hoy- del nuevo sistema: José Ignacio de Mendiguren, que nunca dejó de influir grandemente en ningún gobierno peronista del siglo XXI como el lobbista fundamental de la producción industrial que no vive de la productividad sino del subsidio estatal y del corporativismo empresarial en vez del desarrollo privado. Duhalde se enorgullecía cuando decía que le entregó el manejo ministerial de la política industrial directamente a los industriales, sin contemplar que de ese modo los estaba poniendo de los dos lados del mostrador, desde el Estado se subsidiaban a sí mismos. Eso que podía haber tenido sentido en el primer peronismo cuando el país debía diversificar su producción industrial naciente, de nada sirvió para subsidiar los restos fallidos de una industria languideciente. Y que así como su símbolo encarnado en una persona es De Mendiguren, su expresión más acabada es la “industria” de Tierra del Fuego (defendida incluso por algunos radicales prominentes) donde se confunde industria nacional con ensamblaje de autopartes extranjeras. En vez de ocuparnos de incorporar las nuevas tecnologías a la producción de punta e incluso a las pymes para desarrollar nuestras ventajas competitivas en los segmentos donde somos más fuertes (en particular los agroindustriales), seguimos con una industria inviable dependiente del subsidio estatal. A diferencia de la vieja “oligarquía” agraria que se ha modernizado y tecnologizado como no lo hizo la industria nacional y popular. Ese fue el aporte de Duhalde al sistema preconstitucional. En lo demás fue respetuoso de las instituciones republicanas. De acabar con ellas se encargarían los Kirchner durante 20 largos años.
El conflicto con el campo en 2008 que tenía como objetivo oculto subsidiar a la industria improductiva con el aumento de las retenciones al agro productivo y, de seguir creciendo el valor internacional de nuestros productos agrarios exportables, en vez de favorecer el desarrollo cuantitativo y cualitativo de los mismos estimulando a los productores del campo (como hicieron Brasil y Uruguay, también con gobiernos de “izquierda”), lo que se pretendía es que si los precios de la soja llegaban a un nivel muy elevado las retenciones fueran tantas que de hecho se estatizaría el comercio exterior. Ese combate fue la primera gran derrota del kirchnerismo. Por un solo voto. De haber ganado los Kirchner, el país preconstitucional hubiera regresado en pleno el día que se quiso transformar en ley la ya famosa y legendaria resolución 125, la del no positivo de Julio Cobos.
Para seguir construyendo el país preconstitucional, luego de intentar quedarse con la plusvalía del agro productivo, el kirchnerismo intentó eliminar primero los medios de comunicación independientes, y luego acabar con los jueces autónomos del poder Ejecutivo (combates en los que todavía están y que piensan seguir hasta el fin de los tiempos porque está en su naturaleza política). La misma secuencia seguida en Santa Cruz y en el resto de los feudos provinciales argentinos.
En el país preconstitucional el empresario es capitalista de Estado y el sindicalista es empresario. O sea que en vez de un sistema de mercado, lo que se construye es un capitalismo corporativo no competitivo y subsidiado por un Estado gigantesco en lo cuantitativo. pero por demás ineficiente en lo cualitativo. En las provincias feudales ni siquiera hay capitalismo de Estado sino patrones de estancia privados que en alianza con los caudillos políticos concentran la economía en sus solas manos, impidiendo todo tipo de libre competencia (en Mendoza eso lo intentaron más de una vez, pero felizmente hasta ahora siempre han fracasado). Y en lo que respecta al sindicalismo, hace tiempo ya que son un sector más del empresariado argentino, los cuales en nombre de la defensa de los derechos del trabajador, lo que de hecho defienden son sus intereses patronales (que surgen de modo superlativo del manejo de las obras sociales). Si una reforma laboral empezase a eliminar el trabajo en negro para incorporarlo al blanco, los patrones sindicales correrían el riesgo de que las nuevas camadas obreras empujarían la democratización sindical, y además dejarían de formar parte de las huestes manejadas por los nuevos gerentes de la pobreza. O sea que ni los patrones sindicales como Moyano ni los gerentes de la pobreza como Grabois quieren cambiar el statu quo de los pobres en un país donde casi la mitad de sus habitantes lo son.
Ese país preconstitucional en lo económico y sindical poco tiene que ver con lo mejor del primer peronismo que forjó el Estado benefactor a la argentina, aplicó de modo masivo los derechos sociales del trabajador y continuó (incrementándola en los sectores más bajos) fortaleciendo la movilidad social ascendente. En cambio, este país preconstitucional sí tiene mucho que ver con lo peor de aquel viejo peronismo, en particular con el adoctrinamiento ideológico, el culto a la personalidad y el autoritarismo. Este país donde cada 25 de mayo, el poder político celebra el 25 de mayo de 2003 cuando se creó el país preconstitucional y no le dedica una sola palabra al 25 de mayo de 1810, que es el de todos los argentinos. Un país donde -como diría Martínez Estrada- bajo una pátina superficial de civilización, se esconde la más profunda y permanente de las barbaries, dispuesta a resurgir en la Argentina siempre que sea convocada por los aprendices de brujos.
En el país preconstitucional los Kirchner negociaron el reparto de los recursos como lo hizo Juan Manuel de Rosas con los caudillos provinciales (éste también lo hacía con las tribus indígenas que ocupaban el desierto argentino). No fue el caso de las democracias plebiscitarias del yrigoyenismo o del peronismo que en general tenían interventores en las provincias que respondían al proyecto central o sino eran exonerados (como acá lo fueron los Lencinas por Yrigoyen al resistirse a su centralismo).
En el país preconstitucional, el símil de monarca (ayer disfrazado de gobernador de Buenos Aires, hoy de presidente de la nación) negocia todos los días tajadas de poder con el país real, que lo manejan los caudillos locales. Hoy ese país real son los gobernadores peronistas de las provincias y los intendentes del conurbano. No son kirchneristas, sino que negocian con los Kirchner lo que le toca a cada uno de acuerdo a pactos implícitos, donde la Constitución sólo les sirve para reelegirse indefinidamente. El mismo tipo de negociación hacen con las corporaciones económicas y los sindicalistas empresariales, que también son parte sustancial del poder estable.
El Senado de la Nación ya no es más la representación de las provincias como lo es en una República liberal, sino que es el lugar donde los feudos provinciales se reúnen para las negociaciones implícitas. O sea que hoy la Cámara Alta de la Nación es nada más que un congreso de representantes de caudillos locales que comandan tribus propias e intercambian favores con el monarca central (Alfonsín les pudo incluir senadores por la oposición republicana, pero estos hasta ahora han sido meros espectadores minoritarios de los negociados de las mayorías tribales) Sin embargo, ni los Kirchner los sienten propios a los gobernadores peronistas, ni ellos sienten propios a los Kirchner. Como pasaba con Rosas y los caudillos de provincia, que siguieron existiendo luego de la caída del Restaurador. Ahora pasará lo mismo, al menos mientras se mantenga el país preconstitucional como sistema político de la Argentina. Un sistema sin consenso democrático ni respeto por las reglas de juego, donde la anarquía y el autoritarismo siempre están a la vuelta de la esquina.
En síntesis, fue el año 2001 el que creó las condiciones objetivas del retorno al país preconstitucional que hemos descripto en sus trazos fundamentales y fue en el año 2003 cuando se consolidó como sistema de gobierno. Y hace tres días, el 25 de mayo de 2023 una multitud celebró junto a una de las fundadoras de este nuevo-viejo país su vigencia. Olvidándose por completo del sistema político de libertad que ya estaba en la cabeza de los próceres de mayo de 1810 cuando iniciaron el largo camino hacia la construcción de una nación independiente, que sin dudas retornará el día que se puede desmontar el sistema corporativo que hace 20 años la reemplaza.
Ese es el país que hay que desmontar si queremos vivir en una República liberal democrática: la democracia corporativa, el país preconstitucional que nació de la implosión de 2001.
* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar