1985, volver al futuro

La historia de un fiscal queriendo hacer justicia contra viento y marea, y la de un presidente que le dice métale doctor, es la utopía democrática que una vez ocurrió.

1985, volver al futuro
Julio César Strassera.

Desde la implosión de principios de este siglo, Ricardo Darín viene actuando en el cine personajes que reflejan los climas colectivos de esta “nueva-vieja” Argentina que no atina a encontrar su rumbo y por lo tanto no cesa en su decadencia.

Hay tres films cuyo éxito masivo se debió tanto a sus cualidades cinematográficas como a la identificación de sus temáticas con los sentimientos populares de esos momentos.

En 2004, Darín protagoniza “Luna de Avellaneda”, donde los argentinos sobrevivientes de la crisis de 2001/2 viven malamente su descenso a la pobreza, frente a la cual, en vez de abrirse al futuro, reaccionan encerrándose en una caparazón, como quienes quisieran volver al seno materno por la imposibilidad de bancarse tanta malaria. El deseo es salvar el viejo club de barrio de los políticos corruptos que lo quieren usufructuar para intereses especulativos. Era la búsqueda de la salvación mediante una especie de nostalgia un tanto reaccionaria, llamando a un pasado que se suponía ideal, el de los años 50 y 60 donde se cantaba felizmente en los clubes, que siga el baile, siga el baile.

Transcurrido un lustro, en 2009, el mismo director de “Luna...”, Juan José Campanella, realizó otra obra fílmica pero con un espíritu absolutamente distinto. En “El secreto de sus ojos” ya no se hablaba de las bondades de un hipotético regreso al pasado para acabar con los males del presente. Ya no había más clubes de barrio donde defender la vieja identidad nacional y popular contra los nuevos especuladores. Por el contrario, “El secreto...” muestra lo peligroso que es aferrarse, atarse al pasado, sobre todo a esos años 70 donde la violencia cambió un país por otro peor. El film dice que quien en vez de justicia busca venganza, termina condenado a vivir en el pasado, encadenado al sujeto de sus odios.

El mismo Campanella que en “Luna...” fue tras la misión imposible de salvar un viejo club de barrio en tanto deseo desesperado de recuperar lo perdido que ya jamás volverá, luego en “El secreto...” conscientemente o no, parece darse cuenta que no está atrás la solución de nuestros males. Y que además es imposible volver.

El Darín que primero simbolizó los deseos nostálgicos de volver a los años 50 y 60 del apogeo de la clase media y que luego se horrorizaría ante los efectos perniciosos de querer seguir manteniendo vivos los años 70, ahora, con “Argentina, 1985″, se mete con los años 80, la década que le faltaba. Porque antes se había metido también con los años 90 (”Nueve reinas”).

Y logra, nuevamente, una inmensa identificación con grandes públicos, en particular con los más jóvenes que no vivieron ese tiempo. Porque los que lo vivieron están más propensos a librar una interminable discusión sobre la intencionalidad política de sus guionistas y directores, donde todos sospechan de todos, como es habitual en los actuales debates argentinos. Y lo cierto es que todos pueden tener razón, o ninguno, pero la mayoría de los argentinos no va a ver la película por eso, sino porque expresa requerimientos del presente, necesidades faltantes del momento.

Ese año 1985, la última vez que el alfonsinismo ganaría las elecciones de modo aplastante superando el triunfo de 1983, fue el momento de las grandes utopías de la democracia, donde se creía que todo era posible. El último o penúltimo año en que la democracia cubrió plenamente -aunque más no fuera en el imaginario popular- las expectativas para las que había sido creada. Donde con lo que para nosotros era una novedad política (la democracia republicana y liberal sin proscripciones) no sólo se podrían solucionar las necesidades vitales (comer, educar, curar) sino hasta los deseos de verdad, justicia y paz. El pasado esta vez sí se clausuraba para siempre.

Hasta el peronismo, que se había resistido a cerrar el pasado intentando llegar al gobierno con pactos espureos que Alfonsín abortaría, iniciaba una etapa de renovación donde sus jóvenes cuadros dirigenciales -más parecidos a los nuevos radicales que a los viejos peronistas- venían a pelearle las banderas a Alfonsín con armas similares a las del presidente. Cosa que el presidente, en vez de celarlos por temor a futuras competencias, les agradecía, demostrando una grandeza que luego otros no tendrían. La parte del peronismo que se renovaba venía a luchar contra sus propios “mariscales de la derrota” y se ponía del lado de Alfonsín tanto en la defensa de la democracia frente a los intentos golpistas como en el voto del Beagle que sellaría definitivamente la paz con Chile y a la cual el viejo peronismo se oponía rechazando el sí al plebiscito.

Es que a su manera, Alfonsín gestó las condiciones para la renovación del radicalismo, del peronismo e incluso de las otras fuerzas políticas. No quizá porque se lo haya propuesto explícitamente, sino porque creó una democracia donde eso era posible.

Sucedió que Alfonsín no fue un líder providencial como lo fueron casi todos los anteriores líderes argentinos en los cuales el pueblo depositaba sus esperanzas, se las delegaba. No, el radical fue el líder que les dio el autogobierno a los argentinos. En esos tiempos, aunque haya sido por muy poco tiempo, los argentinos se sintieron que ellos mismos se estaban gobernando, quizá por primera vez en la historia.

Alfonsín fue el líder catalizador de esa sensación en una democracia que nació bien pero de a poco se fue torciendo hasta casi llegar a olvidar su significado original con el retorno de los viejos liderazgos que sueñan otra vez con el culto a su personalidad, con cubrir todo el país con monumentos con sus nombres y rostros. Reyes en lugar de presidentes, como predijeron nuestros próceres fundantes.

La sensación que produce “Argentina, 1985″ no es un déjà vu, ni un volver al pasado, sino, por el contrario, la de volver al futuro. Es rescatar las ilusiones de aquel tiempo como las promesas de un futuro posible.

Venimos de muchos años de una democracia donde se vive peleando por la hegemonía en vez del pluralismo, donde se considera al rival como el enemigo en vez del adversario y donde el conflicto es evaluado como un método político más efectivo que la unión o el consenso. Algo que fue la constante de casi toda la política argentina desde siempre. Pero en esos años 80 se intentó construir la democracia con valores mejores. Y nunca como en ese entonces ello tuvo tan inmensa aceptación popular.

Fue quizá apenas una ráfaga de aire fresco en el torbellino de nuestra arremolinada historia, pero es el aire que las nuevas generaciones quieren respirar antes que partir hacia afuera o caer hacia abajo como nos está pasando. Por eso se sienten identificados con el espíritu de ese tiempo que la película refleja dignamente, más allá de sus interpretaciones políticas.

La historia -tan pero tan diferente a la actual- de un fiscal queriendo hacer justicia contra viento y marea, y la de un presidente que le dice métale doctor, expresa bellamente los orígenes fundacionales de una democracia que aún nos debemos. Eso es lo sustantivo que la gente aplaude. Lo demás son anécdotas.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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