Las elecciones provinciales vienen ofreciendo resultados novedosos en la geografía del país federal. Las mismas ponen de relieve las estrategias diseñadas tanto por los oficialismos como de quienes aspiran a destronarlos en las urnas. Unas y otras exhiben las principales notas del federalismo electoral, esto es, la facultad de los gobiernos locales para diseñar el calendario electoral mediante el cual la ciudadanía pondrá término a la competencia y consagrará el nuevo gobierno surgido del voto popular. El juego electoral dirimido en las provincias obtendrá un nuevo capítulo en los comicios generales que, de mantenerse los tercios preanunciados en las PASO, habrá de extenderse hasta el balotaje que terminará resolviendo el enigma que mantiene en vilo a la república.
Un escenario inverso experimentó Mendoza un siglo atrás cuando la reforma política promovida por el presidente Roque Sáenz Peña y su ministro Indalecio Gómez garantizó el libre ejercicio del sufragio que eyectó a Hipólito Yrigoyen a la cúspide del poder nacional en 1916. En aquella oportunidad, la mayoría del electorado mendocino se pronunció a favor del líder radical en un clima de efervescencia cívica protagonizado por civitistas, populares, radicales y socialistas. La coyuntura puso en escena las expectativas depositadas en el liderazgo popular de Yrigoyen, y el crecimiento del influjo público del Dr. José Néstor Lencinas, quien había militado su candidatura mediante una febril campaña electoral que incluyó la reorganización del partido, la creación de comités urbanos y rurales, la edición de periódicos y panfletos, y un sinfín de mítines callejeros en los que participaban ciudadanos nativos, extranjeros con o sin carta de ciudadanía junto a grupos de mujeres y de su prole. El “golpe al régimen”, como tituló la editorial del Alem (el órgano de propaganda de la UCR), se tradujo en la renuncia de los jefes departamentales designados por el gobierno, y el desmadre del Partido Popular; una fracción de liberales reformistas escindida de la tutela civitista que había llegado al gobierno mediante comicios libres y abiertos en 1914 y promovido la reforma de la Constitución en 1916.
El triunfo de Yrigoyen era también el éxito de Lencinas por lo que el capital político acumulado lo dotaba de recursos eficaces para pelear la gobernación en la cruzada electoral de 1918. Esa contundente evidencia se revelaba como el principal desafío para los enrolados en el partido gubernamental, quienes se aprestaron a declinar viejas rivalidades con el fin de diseñar una estrategia que fuera capaz de frenar el ciclón radical. Para ello declinaron viejas controversias y se agruparon en la convención del recién nacido Partido Conservador que aclamó de manera unánime al legendario Emilio Civit como único candidato. La unión de fuerzas constituyó una severa señal de alerta para Lencinas por lo que abandonó la banca en el Congreso, y bajó al territorio no sin antes solicitar una nueva intervención federal que fue decretada por el presidente Yrigoyen para garantizar la libertad electoral.
La intervención Loza contribuyó a polarizar la elección entre la “oligarquía” o el “viejo régimen”, y la prédica democrática lencinista. No tanto porque el accionar del interventor jugó a favor de las chances del líder radical sino porque sirvió a los conservadores a erigirse en custodios de la autonomía provincial mancillada por el gobierno federal. Mientras Loza exoneró a los funcionarios y empleados públicos afines al gobierno, los trabajos electorales de los radicales se multiplicaron con dos propósitos principales: ampliar el cuerpo electoral y sustraer las bases sociales de sus adversarios. Como antes, dicho objetivo gravitó no sólo en la revitalización y apertura de comités y subcomités en todas las secciones electorales; se manifestó también en la creación de consultorios jurídicos y de salud gratuitos para los correligionarios, a cargo de una discreta red de abogados y médicos integrados al partido.
La violencia verbal y la producción de símbolos identitarios de las fuerzas políticas en pugna marcaron la tónica de la campaña. La retórica de los conservadores hizo hincapié en las ventajas ofrecidas por la intervención al candidato radical, sacó a relucir los antecedentes juaristas de Lencinas, desempolvó los testimonios que acreditaban el secuestro de fondos públicos durante la revolución de 1905, y enfatizó la ausencia de personal político especializado en materia de gobierno y administración de sus rivales. Entretanto, la campaña de los radicales hizo de la intervención el garante de las libertades públicas y atribuyó a los “desgobiernos conservadores” el descalabro fiscal de la provincia, y sus efectos correlativos en la crisis de la industria vitivinícola y el malestar social que había obligado a montar ollas populares en la ciudad. Sin embargo, el nudo argumental de ambas retóricas hizo descansar la rivalidad en dos polos irreconciliables que obtendrían traducción en los lemas que se fueron formulando al calor de la lucha electoral. “Chusma de alpargatas” y “ladrones de levita y botín de charol”, representaron expresiones antagónicas que sintetizaban lo que unos y otros acentuaban para fijar posiciones y establecer un antes y después en la vida pública mendocina. Con la primera, los conservadores impugnaban las formas y estilos promovidos por los radicales las cuales evocaban a los caudillos del siglo XIX y del gauchaje que se creía abandonado. En cambio, la segunda expresión permitía a los radicales asociar el universo conservador con los “aristócratas” u “oligarcas” preservando para sí la representación del “pueblo”, es decir, de las clases populares y de los electores provenientes de las clases medias urbanas y rurales emergentes de la transformación agroindustrial vitivinícola. De tal modo, la retórica radical se erigía en única interprete de la voluntad del “pueblo” por lo que concentró toda la batería argumental contra su adversario. “Civit es el pasado”, versó una editorial del Alem, con el fin de marcar una línea demarcatoria en la política provincial. El “viejo oligarca”, como lo definió, no sólo era la expresión más fiel del mal gobierno. Era, además, el máximo exponente del fraude electoral y del despotismo autoritario cuya genealogía conectaba a Roca con “la época de Rosas”. De cara a ese denostado linaje, los radicales se proponían como alternativa a la oligarquía entronizada en el poder provincial, y en el que Lencinas, definido como “ángel tutelar de la multitud”, se erigía en promesa para “limpiar Mendoza de pillos, ladrones, coimeros, chantajistas y toda gente hija del hampa”.
A medida que se acercaba el día de los comicios, los actos de violencia fueron más frecuentes y tuvieron como saldo dos muertos en Guaymallén y abusos de patrones contra obreros de bodegas de Maipú, a lo que la policía respondió con la prohibición de hacer propaganda a viva voz en la vía pública. Pero la espiral de violencia no enturbió la jornada cívica del 20 de enero de 1918. Por el contrario, los comicios se llevaron a cabo sin contratiempos ni denuncias de fraude o arbitrariedades. Los radicales antes de conocer los datos definitivos del escrutinio celebraron el éxito cosechado, que se transformó en exultante cuando la Junta Electoral publicó los resultados definitivos: los mismos pusieron en evidencia el crecimiento de electores en todos los distritos y un número mayor de votos radicales a los cosechados en 1916. Los guarismos de los conservadores también crecieron en parte por el apoyo de los socialistas, o “enemigos de la patria, a los que no tienen patria, bandera, ni religión”, tal como habían sido caracterizados por los “patriotas radicales” en las páginas del Alem.
Pero la fiesta fue completa cuando el “héroe” Lencinas fue aclamado por la multitud, y se organizó una “comida criolla” en el Parque del Oeste, obra de Civit y ámbito de recreación primordial de las elites mendocinas de antaño. A su vez, y en sintonía con los festejos del carnaval, los comités radicales de los departamentos replicaron el festín urbano en homenaje al “acto plebiscitario histórico” que había mostrado “el indiscutible vínculo que une al mandatario con la clase desamparada”. La fiesta radical no sólo expresaba la irrupción de nuevos estilos, prácticas y sensibilidades políticas, sino que ponía sobre el tapete el modo en que el montaje de la red reticular de comités en el territorio provincial y la prestación de servicios sociales gratuitos habían incentivado la movilización y participación ciudadana esmerilando la adhesión popular de los conservadores, y estimulando la concurrencia a los comicios de los “indiferentes”. Y sería esa inédita dimensión material de la actividad proselitista junto al tono de la campaña, la retórica de los candidatos y la simbología desplegada durante la contienda, la que haría coagular identidades políticas, sociales y culturales opuestas e irreconciliables del primer ensayo de la democracia de masas en la provincia.
* La autora es historiadora. INCIHUSA-CONICET. UNCuyo