Ante un nuevo ciclo político
“Va a terminar como Cabezas”, decía el mensaje recibido por el periodista Sebastián Domenech en su celular y dirigido a Nelson Castro. “Decile que si llega a Seguí y Oroño lo sacamos a tiro(s)”, complementaba el whatsapp. Horas más tarde, la señal TN mostraba a Nelson Castro cubriendo lo que ocurre en Rosario desde el cruce de calles mencionado en la amenaza.
Esas intimidaciones tienen graves antecedentes. El 11 de octubre de 2022, apareció una tela colgada frente a las instalaciones del canal Telefé Rosario con un mensaje que decía “vamos a matar periodistas”. Dos meses más tarde, las instalaciones de Televisión Litoral fueron blanco de un ataque a balazos. Días después, el canal sufrió un nuevo ataque en el que la vida de los empleados corrió un serio riesgo. En abril del año pasado, la planta de la radio LT3 fue baleada.
El homicidio de José Luis Cabezas, el 25 de enero de 1997, trazó un límite que nunca más fue cruzado. Esa línea fue trazada, primero, por un periodismo unido detrás de esa causa, y remarcada luego por toda la sociedad. Desde entonces, no hubo que lamentar el asesinato de ningún otro periodista argentino por ejercer su oficio. Esto nos diferencia de buena parte de los países de nuestra región en los que el asesinato de periodistas es habitual. El aumento feroz de la violencia criminal en Rosario en las últimas semanas nos acerca a esa frontera no traspasada desde hace más de un cuarto de siglo.
Los intentos de amedrentar al periodismo no evitaron que medios nacionales y locales enviaran sus cámaras y cronistas a recorrer los puntos álgidos de una ciudad que por días y noches parecía abandonada. Las imágenes y las crónicas llegaron a millones de argentinos y a los propios rosarinos razonablemente refugiados en sus casas. Así, la ciudadanía pudo constatar el nivel de expansión de ese cáncer silencioso que amenaza la paz e incluso la salud institucional de la Nación.
Pudimos ver cómo periodistas como Alejandro Pueblas, de América 24, era amenazado por un llamado anónimo a su celular. Escuchamos y leímos a colegas que viven en Rosario, como Germán de los Santos, que desde hace varios años nos ofrecen análisis en profundidad de las tramas que explican el fenómeno.
Autoridades locales y federales, y de los tres poderes del Estado, deben investigar y sancionar a los responsables de las amenazas. También velar por la seguridad de quienes asumen con coraje la misión de informar. Esto exige la revitalización de protocolos de seguridad como el que impulsó ADEPA, e instauró el Ministerio de Seguridad de la Nación en 2016, para luego caer en el olvido durante la gestión posterior. El periodismo requiere políticas decididas para proteger su tarea de iluminar las zonas opacas de nuestra sociedad. De la oscuridad se alimenta el narcotráfico.
El diseño de mecanismos estatales de protección, que tiene como espejo orientativo las experiencias de países como Colombia y México, debe complementarse con protocolos internos de las empresas periodísticas referidos a las coberturas, al procesamiento informativo y a la provisión de elementos para lograr el mayor grado posible de protección de la integridad física de sus miembros, particularmente la de aquellos dedicados de modo específico a la cobertura de casos ligados al narcotráfico. En Rosario ya existen prácticas instaladas de coordinación de coberturas entre distintos medios que ponen a la seguridad por encima de la competencia informativa. Debe, con todo, avanzarse más en la instrumentación de estrategias de protección, con el imprescindible acompañamiento y la proactividad de las fuerzas de seguridad y los poderes del Estado.
Rosario registra una tasa de homicidios violentos cuatro veces superior a la media nacional.
El asesinato de inocentes disemina el terror entre los rosarinos. En ese contexto se desenvuelve el periodismo.
Otras agresiones y proyectos legislativos
En el último semestre se registraron numerosos ataques a periodistas en coberturas de manifestaciones públicas. En febrero último, ADEPA condenó las agresiones sufridas por cronistas que recibieron heridas de balas de goma de fuerzas policiales y golpes e insultos de manifestantes que protestaban en las inmediaciones del Congreso Nacional durante el debate en el recinto de la denominada “Ley Bases”. La violencia en el exterior del palacio legislativo constituía un reflejo indirecto de la incapacidad de los legisladores de debatir ideas en lugar de intercambiar agravios.
La libertad de prensa se vulnera a través de agresiones a quienes sostienen un micrófono o una cámara. Se quebranta, además, cuando los gobernantes elucubran normas o disposiciones que desconocen el papel que aquella juega dentro de nuestro ordenamiento legal. Declaraciones como las del gobernador de La Rioja, Ricardo Quintela, en las que insistió con su voluntad de bloquear los medios nacionales en su provincia, son un ejemplo claro de la intolerancia que resulta incompatible con nuestros más elementales principios constitucionales.
“Me gustaría poder bloquearlos porque nos intoxican con noticias negativas”, dijo el gobernador, refiriéndose a los medios que no controla, en noviembre último. Su autoritario ecologismo informativo, que sigue la línea de los gobiernos latinoamericanos que desmantelaron la democracia desde adentro, tiene como antecedente el impulso que hizo el propio Quintela de una reforma constitucional en cuyo proceso incluyó el debate de una regulación de medios para “vincular la tarea periodística con la gobernanza”.
Bajo el influjo alberdiano, nuestros constituyentes consagraron la prohibición al Congreso de restringir la libertad de prensa. “La libertad de expresión y la tarea de medios y periodistas no son concesiones de las autoridades, son un derecho ciudadano, y así deben ser ejercidas y respetadas”, recordó oportunamente Adepa, a raíz de las declaraciones del gobernador Quintela.
Una libertad sustentable
No hay periodismo ni una libertad de prensa efectiva sin medios sólidos con modelos de negocio económicamente viables. La sustentabilidad de la prensa requiere el respeto irrestricto de los derechos de propiedad de los generadores de contenidos.
En la vertiginosa dinámica del mundo digital la publicidad ha migrado aceleradamente de los soportes tradicionales a la web. Ese flujo ha desfinanciado a la prensa y la obliga a competir en un ecosistema digital con niveles de audiencia récord, pero en el que se registran abusos de posición dominante de los gigantes tecnológicos. La ausencia de regulación de ese ecosistema ha significado un subsidio indirecto para los que alguna vez fueron emprendimientos incipientes y hoy son las empresas más grandes del planeta.
La preservación de los derechos de propiedad y la posibilidad de una competencia justa requieren reglas. La desfinanciación del periodismo conlleva el debilitamiento de una herramienta clave para la democracia en un mundo en el que crecen peligrosamente la polarización y la desinformación.
En regiones y países como Europa, Australia y Canadá, se han fijado límites a las asimetrías, los abusos en el mercado publicitario y el uso de contenidos ajenos por parte de las grandes plataformas. El camino fue a través de legislaciones e intervenciones judiciales que derivan en compensaciones razonables para reequilibrar las ecuaciones económicas de los medios a fin de que estos puedan seguir desempeñando con eficiencia el papel vital que está previsto en todos los ordenamientos legales de las democracias.
En tiempos de una expansión descontrolada de los programas de inteligencia artificial, se pierde de manera progresiva la posibilidad de identificar la autoría de los contenidos e incluso la capacidad de distinguir lo falso de lo verdadero, lo que alimenta las visiones conspirativas, los sesgos y la fragmentación social. Un mundo que pierde las brújulas para orientar sus acciones corre el riesgo de extraviar su destino.
Los daños de la violencia verbal
Una democracia vigorosa requiere del respeto efectivo, y no meramente declarativo, de la libertad de prensa. Esa libertad se afecta cuando existen amenazas y ataques físicos directos a periodistas, se avasallan derechos de propiedad que sustentan a la prensa o cuando avanzan propuestas legislativas que la desconocen, como los relevados en este informe. También, cuando se denuesta en declaraciones públicas el oficio con generalizaciones agraviantes.
Si las descalificaciones provienen de altos funcionarios públicos, aumenta el daño que se infiere a la profesión y a la libertad que requiere el periodismo para desenvolverse. Se incrementa, además, el peligro de que la violencia verbal alimentada por las descalificaciones se transforme en violencia física. El insulto puede ser la antesala de algo peor.
ADEPA ha cuestionado públicamente las descalificaciones presidenciales dirigidas a periodistas, en las primeras semanas de este año. Información inexacta o intencionada, según la visión del Presidente, fue cuestionada con acusaciones volcadas en su cuenta de X. Todo periodista o medio puede equivocarse u ofrecer una opinión o información que resulte imprecisa, inadecuada o molesta para un funcionario o para un ciudadano común. Y esto legítimamente puede dar lugar a la expresión de discrepancias o al señalamiento del eventual error, brindando datos que lo evidencien o lo refuten.
No es lo mismo disentir a través del insulto o de argumentos ad hominem. Estas actitudes son más graves, para la preservación de la libertad de expresión y del clima fértil que exige el debate democrático, cuando provienen de lo alto del poder. No hay simetría posible entre un periodista o incluso un medio, por más grande que sea, y el dedo estigmatizante de un presidente.
Durante el período kirchnerista, la Argentina experimentó las consecuencias de los agravios presidenciales y de otros altos funcionarios, amplificados por un extraordinario aparato comunicacional gubernamental y paraoficial, complementados por un conjunto de medidas administrativas y legislativas. La difamación, la injuria y las campañas de desprestigio extendieron el temor en la sociedad.
Fue un intento de disciplinar a quienes se atrevieran a disentir o cuestionar. En esos tiempos, una parte del periodismo optó por el silencio, por “volar debajo del radar” o directamente por ofrecer sus servicios al poder. Pero hubo otros que resistieron. Esa resistencia mantuvo viva la llama de la libertad mientras soplaban fuertes vientos con capacidad de apagarla.
Hubo periodistas y medios que subordinaron los estándares profesionales a la militancia o a los beneficios con los que se los intentó cooptar. Pero esos casos no justifican las generalizaciones, las acusaciones sin matices, la postulación de teorías conspirativas ante la mera expresión de una crítica, un cuestionamiento o una petición de rendición de cuentas.
Esto último es lo que justifica la existencia del periodismo como intermediario entre la ciudadanía y el poder. No se trata de una función autoasignada, sino del lugar que nuestros constituyentes, como los de toda democracia desarrollada, le asignaron, a través de un tratamiento jurídico preferencial. No se tuteló con esto un privilegio sino el derecho de la ciudadanía a recibir la información que le permite conocer cómo se administran sus intereses.
Gobiernos, políticos y sociedades que relativizan esa intermediación y priorizan el cómodo canal de las redes sociales, a través de un presunto “diálogo directo” sin preguntas incómodas, arriesgan esa posibilidad.
La democracia argentina necesita regenerar las condiciones propicias para el diálogo activo y profundo que la constituye. El periodismo diariamente propone una agenda de hechos verificados y de temas que nutren el debate ciudadano necesario para arribar a consensos en la construcción del proyecto colectivo. Lo hace desde ángulos y con enfoques diversos, con errores y aciertos, con propuestas de mayor o menor calidad que son evaluadas por las audiencias.
Los dirigentes, y también el resto de los ciudadanos, debemos preservar ese sistema ineludible para la protección de nuestras libertades, el mantenimiento de una convivencia armónica y la construcción de un futuro común.
20 de marzo de 2024. Buenos Aires
* El autor es Presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de ADEPA (Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas).