"¿A caso no se repite uno en la vida cotidiana? Mirá si encima te repetís en el escenario”. Ese comentario -tan lógico, tan inusual- hace que Omar Dris nos caiga bien de entrada.
El ex integrante de La Montaña habla hoy con una soltura con la que quizá el rock mendocino nunca se ha visto a sí mismo. Acaso porque hace 30 años dejó de hacer eso -rock mendocino- para rumbear de la montaña al Río de la Plata y de allí a otras tantas latitudes. Del rock del desierto, a empaparse de San Telmo y La Boca.
Recuerda: “La Montaña nació de un impulso adolescente que, después de 7 años, para mí se agotó. Fue tiempo suficiente para trabajar con esa música inspirada en bandas inglesas a lo B52. Como decía, sentí que empezaba a repetirme. Entonces me llegó el momento de partir”.
A los treinta años (cuando otros ya retornan de su primera vuelta), Omar aterrizó en el barrio porteño de los bodegones y las calles empedradas. Al poco tiempo, los cruces artísticos de la ciudad comenzaron a hacer efecto; inevitablemente, se enamoró del teatro, se hizo alumno y compinche de Bartís, se internó por los vericuetos del Tata Cedrón, se empapó con las palabras de Osvaldo Lamborghini y se asomó a la veta under de las tanguerías.
“La verdad, yo no me siento taaan tanguero -asume el hombre que hoy compone milongas y graba discos del género- pero ese mundillo, más cierta tendencia surrealista que siempre me sedujo, derivó en una combinación interesante”.
La crisis de 2001 explotó cuando llevaba adelante un espectáculo basado en textos de Vicente Huidobro. Y caló en Chile, con la inocente idea de que allí el gran poeta funcionaría como llave. “Pero no, me encontré con que casi no lo conocían. ¡A semejante monstruo!, imaginate. No salían de Neruda. Una pena”.
Una vez que el argentino se sentó al piano, obviamente le pidieron tango. “Afuera, para vivir, terminé descubriéndolo. Y mi padre, feliz: porque siempre me dijo que la cosa no iba por el rock sino por ahí”.
Igual, no se iba a contentar sólo con los acordes de los clásicos. Su corazoncito teatral creó al Maestro Papini, un personaje de comedia italiana que monologaba entre pieza y pieza. El éxito que no obtuvo con Huidobro le llegó gracias a su Papini, con el que se paseó por unos cuantos escenarios de Europa.
“Pero en el 2006, empecé de nuevo a extrañar y decidí pegarme la vuelta”. Una vez más, cerraba un ciclo antes de aburrirse de sí.
Y regresó con una apuesta más sofisticada. Pues lo que Dris propone hoy en el escenario de la Nave Cultural es una performance surreal y milonguera. Un espectáculo que combina teatro, música y proyecciones, llamado Medusa de salón.
“Medusa es esa mujer que petrifica a un hombre con la mirada, ¿cierto?. Bien: la línea argumental está basada en tres hermanos (dos de ellos muertos) que recuerdan su vieja orquesta”, explica el actor y músico, que en escena se desdobla.
- ¿Qué es lo que más añorás, en lo personal?
- Añoro el mundo de Buenos Aires. Ese complot artístico que, si te encuentra con ganas, te da combustible. También añoro mi orquesta de autómatas.
- ¿Cómo de autómatas? ¿Construiste unos robots?
- No los construí, los arreglé. Me los encontré tirados en un taller metalúrgico.
Con ellos, trabajó en un espectáculo conocido como “El taburé y los autómatas del tango”: los autómatas interpretaban a un violinista, un contrabajista, un perro y una bailarina.
“De todos, rescaté la bailarina para que suba a escena hoy; con los otros trabajé filmicamente, están presentes en las proyecciones ensambladas”.
Es responsable de la música y las letras, y naturalmente del piano y la voz en “Medusa...”. En sus líricas se cruzan la bailarina Isolda, el violinista Bairoleto López, Checo Cerezo en un lado y la Loca del Callejón, Valparaíso y Almagro, el Maestro Papini y Nerón. Una escenita se cuela en la charla: “Loca bella sacó el martillo/y entre pasitos de paduré/se abalanzó contra el herido/rematándole el pie/ galopando/galopando/trasnochando/trasnochando...”.
- Regresemos a las viejas trasnochadas mendocinas. ¿Qué es lo que más apreciás de los años en la banda La Montaña?
- La creencia. Esa certeza de que no es necesario medir nada. Claro que también hay que saber retirarse.
- ¿Hay reencuentro?
- Parece que sí. Nos volvimos a ver hace poco, para la producción de fotos de “Las leyendas del rock mendocino”. Quizá, nos subamos a tocar, como una reunión de viejos amigos.