Surgida en plena dictadura militar, la Hum® fue más que una publicación humorística: palabras mayores cuando se habla de sátira social y política en la Argentina, la revista fundada en 1978 se erigió como símbolo de resistencia de la libertad de expresión en tiempos de censura y persecución.
En estos días, el periodista Diego Igal acaba de publicar “Hum®- Nacimiento, auge y caída de una revista que apenas superó la mediocridad general”, libro con el que recrea tanto el nacimiento y los años de creatividad y éxito de la revista como los de su declive y cierre. “El libro surgió en principio por una inquietud personal de explorar la fusión del humor, la escritura y el periodismo”, cuenta Igal. “En segundo lugar porque me interesa leer, investigar y escribir la historia de los medios, las publicaciones periódicas y cómo se hacía antes el periodismo.
Y un día en la Biblioteca Nacional me topé con un aviso publicitario en un diario de 1983: vendía el número que salía la revista Humor. Y claro fue reencontrarme con una revista emblemática que por supuesto conocía, había leído y admirado. Pensé que si me sumergía en la colección aprendería un poco para esa búsqueda personal. Pero tiré de la punta del ovillo y la historia de Andrés Cascioli, la revista Humor, Ediciones de la Urraca y me terminó por devorar”.
–¿Cuáles fueron las puertas más importantes que abrió la revista para el periodismo en nuestro país?
–Bueno, sin duda, el haber sido junto con el Buenos Aires Herald y algún que otro el medio que dio la voz a los artistas, dirigentes e intelectuales en momento de una represión cultural y política feroz. Esos cinco años son intachables. Luego a nivel interno había mucha libertad para trabajar y hacer periodismo en todas las secciones y niveles y eso se manifestaba en las páginas con calidad y diversidad de voces.
Fue pionera en investigaciones periodísticas o en críticas de espectáculos sin concesiones y tuvo en el staff de esa revista y la editorial a gran parte de los mejores, como Roberto Fontanarrosa, Alejandro Dolina, Tomás Sanz, Aquiles Fabregat, Santiago Varela, Enrique Vázquez, Mona Moncalvillo, Gloria Guerrero, Hugo Paredero, Aníbal Litvin, Carlos Abrevaya, Alfredo Grondona White, Carlos Nine, Osvaldo Soriano, Horacio Verbitsky, Santiago Kovadloff y tantísimos otros.
–¿Cómo lograron sortear la censura durante la dictadura?
–Creo que lo más sorprendente es que no hubo una receta o un mecanismo para evitar la censura o la clausura. Hubo inteligencia, audacia, inconsciencia y mucho talento. Iban tanteando el panorama y subiendo la apuesta lenta, pero sostenidamente. Cuando los militares comenzaron a tener problemas de internas, gobernabilidad y la guerra de Malvinas, ellos ya cabalgaban con la sátira, el humor y la crítica de una manera desembozada, pero también con un enorme apoyo entre los lectores.
Tiraban más de 100 mil ejemplares por quincena y tenían seis de promedio de lector por número con lo cual la revista era masiva. Cerrarla o castigarla hubiese sido un escándalo. De hecho cuando en enero de 1983 se produjo el secuestro famoso del número 97 fue una noticia de tapa de muchos diarios, como La Nación o La Prensa. No se me ocurren ahora anécdotas puntuales, pero por ejemplo tenían de punto al ex general Albano Harguindeguy y lo ridiculizaron a niveles que vos pensás "estos tipos estaban locos". Harguindeguy incluso llegó a pedir que los maten a todos, pero ya no era más el ministro fuerte de Videla.
Libertad para crear
–¿Qué destacás de Andrés Cascioli?
–Cascioli fue un autodidacta que llegó a montar una editorial mítica y emblemática que le dio empleo a centenares de los mejores ilustradores, guionistas, dibujantes y periodistas de la Argentina contemporánea. También tenía una enorme capacidad de trabajo; era un caricaturista gigante; un editor intuitivo, de gran talento, que aún así no tuvo problemas en detectar y hacerle espacio al talento ajeno y dar libertad para crear. La verdad es que no se mereció tener el final laboral que tuvo, porque más allá de las luces y sombras que tenía, como todos, fue un tipo de una valentía y una generosidad enorme.
–¿Por qué la revista no sobrevivió más allá de los '90?
–Por un combo de factores. El menemismo arrasó con montones de pymes, entre ellas Ediciones de la Urraca. Por otro lado, la figura de calumnias e injurias para querellar fue utilizada como un arma de censura; surgió Tinelli y con él otra forma de hacer humor y soportes impensables para hacerlo como noticieros o magazines de radio y tv y finalmente se deprimió el mercado de periodismo gráfico y la gente dejó de comprar revistas y diarios.
–¿Te encontraste en la investigación con algo que no te esperabas o te obligó a cambiar el rumbo?
–No cambié el rumbo, pero sí partí de algo un tanto parcial: cómo la revista que había logrado soportar la dictadura se vino abajo tras la dictadura. Y no había una respuesta unívoca, sino múltiples explicaciones. Encontré mucho de mito e idealización. Me sorprendió que haya gente que no quisiera hablar o gente que se sienta dueña de una historia que pertenece a todos, en principio porque es pública.
–¿Y cómo encaraste eso en la construcción del libro?
–A algunas las nombro en el libro porque me pareció honesto aclararlo al lector para que sepa que no es que no las consulté sino que no quisieron hablar. Me sorprendió que no quisieran hablar los hijos; no en cambio algunos ex colaboradores de la empresa y por supuesto, sabía que no querrían hablar militares como Harguindeguy o el ex almirante Franco. Hubiese sido muy interesante escucharlos para que cuenten cómo reaccionaban o por qué dejaron que la revista siguiera saliendo.
–Una de tus intenciones iniciales fue estudiar el tema del humor en el periodismo. ¿Qué te llevás en ese sentido?
–Que el oficialismo es el peor pecado de un humorista; que los chistes obvios es mejor evitarlos; que se puede hacer humor con casi todo, pero hay que tener talento y libertad y que la peor censura es la que ejerce uno mismo.