Hasta hace un año, los cortes en el camino internacional a Chile eran cosa del invierno. Los cambios climáticos han afectado el sistema de lluvias y, como consecuencia, las interrupciones del tránsito han sido cosa habitual desde el mes de enero a lo que va de febrero.
Mientras escribo esta opinión, hay pasajeros de ómnibus y automóviles que cumplirán 24 horas esperando la reapertura del camino, varados durante la noche y luego al sol, entre Penitentes y Uspallata. Como ocurrió las semanas anteriores, quienes desean viajar a Chile han visto postergados sus viajes.
La situación obliga a una serie de reflexiones. Las primeras tienen que ver con la falta de previsión y de responsabilidad de quienes tienen a cargo el cuidado de la vía terrestre y su seguridad. Difícil es imaginar que nadie tuvo a mano la información climatológica y meteorológica.
Menos imaginable es que se repitan las mismas dificultades -derrumbes, desborde de aguas-, en los mismos lugares, en la medida que hay una empresa que cobra por el mantenimiento de la ruta y existen los organismos viales a nivel provincial y nacional.
Sin embargo, en el trasfondo de la situación está la realidad política de las relaciones bilaterales entre la Argentina y Chile. Más allá de que del lado chileno se estén realizando obras para mejorar la ruta de los Caracoles y que éstas deban realizarse durante los meses de verano -y que siempre es posible tener un plan "B" para no afectar el tránsito de cargas y el gran afluente turístico, pero que en este caso faltó- y del hecho que del lado argentino nadie parece tomar las medidas estructurales que las obras de ingeniería de caminos requieren para que no se repitan los mismos problemas, están la grandes decisiones.
Desde la gran obra del túnel del Cristo Redentor, paradójicamente una obra construida en tiempos en que no hubo coincidencias de gobiernos democráticos, nada se ha hecho -bilateralmente hablando- para asegurar el tránsito de la más importante ruta que une a Argentina y Chile y el eje más importante del transporte entre el Atlántico Sur y el Pacífico Sur. De por medio están los grandes proyectos del Mercosur, de la Iirsa y de la Unasur. Pero la realidad es que ambos países han decidido vivir de espaldas.
Cortes de ruta por aluviones y aludes en verano; cortes de ruta por nieve en invierno, ponen la atención en la necesidad de una comunicación que sólo el túnel a baja altura y un correcto mantenimiento vial podrán resolver.
Pero la historia de padecimientos de todos aquellos que por distintos motivos desean cruzar la frontera no termina allí: están las 8, 9, 10 o más horas de espera en las Aduanas -sean del país que sean- que rompen con la lógica de que más personal y más medios técnicos e informáticos resolverían el problema. Todos los que han tenido la oportunidad de vivir la experiencia perciben que el problema es otro.
En la ciencia de las relaciones internacionales esta última situación puede ser estudiada desde los enfoques de la "toma de decisiones", donde el discurso de las autoridades (presidentes, ministros, sub-secretarios, directores de organismos intervinientes, etc.), a favor de la integración, no tiene nada que ver con las decisiones que los propios encargados de esas reparticiones y organismos toman en la soledad de un cruce fronterizo. Ello sucede porque esas autoridades jamás suben a la montaña y tienen la experiencia de vivir el cruce terrestre.
Aún así, la cuestión de fondo queda. Chile mira hacia el Pacífico y se desentiende de decisiones estratégicas con su vecino para transformar el corredor bioceánico en lo que debe ser. Llamativo para un país en el cual su PBI responde en su mayor parte por el aporte del sector externo, en el cual la venta de servicios (transportes, turismo, uso de puertos y aeropuertos) aporta de manera significativa.
Del mismo modo, en la Argentina, las decisiones que se requieren, se toman en Buenos Aires. No pesan los intereses de todas las provincias limítrofes con Chile, ni las mediterráneas como Córdoba, cuyos intereses económico-comerciales están cada vez más vinculados a la salida por el Pacífico. El problema es que Buenos Aires, donde está el centro del poder del país, mira sólo hacia el Atlántico.