Nunca más el retorno al país violento

Los fallidos atentados cometidos por un supuesto comando anarquista tanto en un mausoleo como en el auto de un juez, deben ser condenados.

Nunca más el retorno al país violento
Nunca más el retorno al país violento

En un mismo día un grupo de paranoicos autodenominados anarquistas cometieron dos atentados, cuya impericia no disminuye en absoluto su peligrosidad, máxime en un país donde la violencia política tuvo épocas hegemónicas que aún no se han borrado del todo en la conciencia colectiva.

Los dos objetivos pensados por los terroristas fueron simbólicamente elegidos. Uno de ellos fue la tumba del jefe de policía de principios del siglo XX, Ramón L. Falcón, recordado porque hace 109 años fue asesinado en un atentado por otro anarquista llamado Simon Radowitzky al cual reivindican sus actuales seguidores. En un acto totalmente repudiable quisieron volar el mausoleo de Falcón pero lo único que lograron fue que de la pareja actuante, la mujer resultara con heridas de suma gravedad al estallarle una de las bombas que estaba colocando.

Al mismo tiempo, no muy lejos de ese sitio, otro anarquista arrojaba un explosivo debajo del auto del juez Claudio Bonadio, quien está investigando nada menos que la renombrada causa de los Cuadernos de Centeno, pivote fundamental de las denuncias de corrupción que están sitiando a los principales funcionarios del gobierno anterior y a muchos empresarios de obra pública. El autor de la maniobra fue capturado de inmediato por los custodios del juez.

Seguramente entre los objetivos políticos de los insurrectos estuvo el de llamar la atención mundial depositada en la Argentina por motivo de la realización del encuentro de los países del G20 a fines de este mes.

En principio, todo indica que las fuerzas políticas con representación legislativa, aún las más opuestas al gobierno nacional, no tienen nada que ver con estos psicópatas violentos que sólo representan minorías enajenadas y alejadas de toda motivación racional.

Pero no conviene olvidar que a veces una pequeña llama puede encender un gran fuego cuando las condiciones objetivas y/o subjetivas están dadas para ello.

No parece ser ese el clima político del presente, aunque sin embargo algunos han pretendido instalarlo como los que ante cada debate de alguna ley crucial se aproximan a las afueras del Congreso Nacional para arrojar piedras sin contemplación y quizá con la intención de poder tomar las instalaciones de la institución legislativa. Y en esos casos la violencia masiva ha contado con el apoyo directo o indirecto de fuerzas políticas representativas.

Por lo tanto, aunque el terrorismo anarquista no pase a mayores y la sociedad haya aprendido de experiencias anteriores, no está de más recordar a las mismas en lo que aún puedan tener de potencial violento aún no culminado del todo.

Es que la Argentina vivió a finales de la década del 60 del siglo XX un amanecer de la violencia política mediante atentados terroristas que entre otros se cobraron la vida del poderoso sindicalista Augusto Timoteo Vandor en 1969 y del ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu en 1970. Siendo eso sólo el comienzo porque una ola de revanchismo de un lado y del otro hizo que en pocos años más la violencia política se enseñoreara en el país como no había ocurrido antes, convirtiendo a la década de los 70 en la más sangrienta y trágica vivida por los argentinos en todo el siglo XX.

Es de esperar entonces que, en esta ocasión, toda la dirigencia nacional actúe con la mayor prudencia y racionalidad para que los legítimos debates políticos pueden seguir resolviéndose en paz y la violencia no sólo no vuelva sino que pueda ser erradicada definitivamente del seno de la República.

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